RECIEN JUBILAO
En la calle de Vicente Muzas tenía su taller de herrería Joaquín. Llevaba más de cuarenta años en Madrid y en el barrio. Gozaba del respeto y reconocimiento de sus vecinos, sobre todo por su capacidad de trabajo.
Llegado de su natal Regueiro, en la Galicia profunda, había comenzado su andadura con apenas una mano atrás y otra adelante. Dos manos recias y enérgicas que si no han tocado el cielo, es sólo porque no han probado.
Sin embargo, sacó adelante de manera satisfactoria a su familia, creció económicamente y consiguió que tres de sus cuatro hijos se licenciaran en sendas carreras universitarias.
Pero la característica fundamental de este hombre, de este luchador, y que lo diferenciaba del resto de los mortales que lo rodeaban, era su inagotable energía para el trabajo.
Poco supieron de él las playas andaluzas o las montañas cántabras en estos cuarenta y tantos años. No sabía de vacaciones ni de días libres. Acaso una enfermedad o el velatorio de algún familiar o amigo podían licenciarlo.
Sus jornadas comenzaban muy temprano. A las siete o siete y media, a más tardar, ya sonaban los cinceles y ardía la fragua.
Un vermú con un chorrito de ginebra, a la hora del aperitivo, o un bocata de tortilla que le preparaba su mujer para la comida, eran todo el tiempo que este gladiador perdía a diario.
Desde los puntos más remotos de España, llegaban clientes solicitando sus servicios. Entre ellos, Roberto, “el yorugua”, artista de la madera y amigazo de un servidor, quien a menudo llegaba al taller en busca de soluciones o encargándole algún trabajo especial.
Corría la primavera del año 2000 y Joaquín rozaba los 70 tacos. Roberto hacía ya unos dos o tres meses que no lo veía, pues no había necesitado de sus labores, cuando un pedido de un exigente cliente, lo lleva una tarde a desandar el camino hacia el taller de Joaquín.
No había recorrido más de doscientos metros por el boulevar parquizado de Arturo Soria, cuando al levantar la vista lo ve: el mismísimo Joaquín sentado al sol en uno de los bancos del paseo.
“No puede ser él”, pensó, “seguramente es alguien parecido. Me acercaré a confirmarlo”.
La dantesca imagen no hizo más que preocupar a Roberto. Una gorra a cuadros, que hasta entonces jamás había llevado, escondía su plateada pero tupida cabellera.
Un extraño presagio lo llevó a maliciar lo peor y pudo imaginar al guerrero blandiendo sus rodillas.
Temeroso de entrarle a saco con sus necesidades, se acercó muy lento a Joaquín. Soltó una pregunta trivial, con el prurito de no ser invasor y a la espera de una respuesta reveladora.
- ¿Qué pasa, Joaquín?, ¡¡qué extraño verte por aquí a esta horas!! – dijo Roberto
La inconfundible voz del artista lo sacó de su sopor. Levantó la vista, se descubrió y respondió:
- Es que ayer me jubilé.
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