Mientras caigo, se me ocurre pensar que no recuerdo cuándo nos dimos el último beso. Sólo por tener ese instante en la memoria compraría un segundo más de vida antes de llegar al implacable pavimento que destrozará mi almacén de archivos (entre muchas otras cosas) sin importar qué contenga. Pero no lo sé y me desespero. Rozo la pared con la mano y me quemo, mi brazo se fractura con un chasquido seco cuando pega contra un balcón. Me duele horrores, me mutila esa falta de memoria. Cierro los ojos, el impacto me da ese segundo que pedía pero no alcanza, el rebote me aleja del edificio y me tira contra un árbol. Ahora es mi columna vertebral la que golpea y mi pierna la que se engancha en una rama. Una nueva fractura, y ningún recuerdo aún. Quedan pocos metros, la velocidad ya no es la misma, hasta puede que no muera pero no creo que mi sobrevida sea en las mejores condiciones. No al menos sin poder recordar ese beso. Mis rodillas dan contra el piso, destrozando ligamentos al instante. Sigo con el torso hacia delante y mi cara se deshace en la vereda como si siempre hubiese sido plana y gelatinosa.
“Se va a recuperar, pero necesitará tratamiento psicológico” le dijo un cirujano a mi esposa creyendo que en mi convalecencia no escucharía. A mi buena, dulce y adorable esposa que jamás, y mucho menos en un momento como éste, me dejaría. ¡Cómo me hubiese gustado preguntarle sobre ese último beso al recobrar la conciencia! ¡Cómo lo hubiese hecho, si ese beso no hubiese sido contigo!