Moisés había conocido la libertad. Como siempre suele suceder, recién cuando perdemos algo, lo valoramos. Un día la perdió.
Fue confinado y sólo podía ver el pequeño mundo que lo rodeaba a través de esos fuertes metales imposibles de romper o de traspasar a menos que sea sólo con la imaginación. Podía recordar còmo era antes que lo atraparan, libre de caminar donde quisiera, hacer el amor cuando la ocasión se presentara o por último soñar, sin sentir el brutal, limitante, agobiante estigma del encierro, què era un pájaro gigante que volaba en el firmamento azul.
Durante los primeros días, tal vez los más difíciles, caminaba como un zombi de un lado a otro de su celda y empezaba a sentir la neurosis forzada por la reclusión. Lo animaba sólo la esperanza de escapar que se propuso como meta, como un deber ineludible, como su más grande objetivo final. Total el no recordaba nada que hubiera hecho para tan abusivo castigo.
Un día uno de sus carceleros dejó mal cerrada la puerta. Miró a todos lados y no había nadie. Aunque el espacio que lo separaba del patio de su prisión era alto, se arriesgó y se lanzó al vació. Por suerte estaba ileso. Caminó por ese gran pasillo, sintiendo el sabor de la libertad, deseando gritar que era libre, hasta que sintió voces irreconocibles y sombras que se acercaban, y vio esas cosas informes que el reconoció le alcanzaban la comida, y que los humanos llamaban manos, que sin misericordia lo atrapaban nuevamente apretando sus plumas…
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