A medida que pasa el tiempo, pareciera que las nuevas generaciones se ocupan menos de celebrar a las madres, pues es raro que alguien componga un poema para quienes nos han dado la vida..
Lo anterior a pesar de que, en México, la palabra “madre” está siempre presente en la mente de todo mundo y esto se manifiesta de diferentes maneras, por ejemplo::
Si algo está muy bueno: “Está a toda madre”
Si algo nos asusta o sobresalta exclamamos: “¡Ay, mamacita linda!”
Si tenemos un apuro, nos llevamos la mano a la frente diciendo: “¡En la madre!”
Si una mujer está bonita, la llamamos "¡Mamacita!" y si, además de bonita, tiene un cuerpo exuberante, le decimos: “Mamasota”
Si algo no nos gusta, lo rechazamos diciendo: “No, ni madres”
Si, por el contrario, nos sorprende y entusiasma, exclamamos con admiración “¡Está lindo de a madres!”
Si alguien hace una cosa muy criticable, comentamos: “¡Qué poca madre!”
Y si nos enojamos, la amenaza es: “Te voy a partir la madre”..
La madre está, pues, presente en los buenos y en los malos momentos de todos.
La siguiente es una historia que nos demuestra que a la madre, sea como sea, haga lo que haga, pase lo que pase, nunca la quitamos del altar en el que la hemos colocado.
TILICO
(Un hombre cabal)
La voz de mi madre me despierta a gritos.
—Ya levántate, haragán. Ponte a hacer algo de provecho en lugar de estar ahí echadote en la cama como cerdo. Deberías de aprender a tu hermano; es más escuintle que tú y te saca ventaja en todo. Pero ¡Claro! El salió a su jefe, que es un hombre cabal, no es hijo de un desobligado, irresponsable y briago como tu padre, Ora sí que de tal palo tal astilla. ¿No estás oyendo, vaquetón? límpiate esas lagañas y sacúdete esa pachorra, que ya me tienes hasta el gorro con ella. ¿O qué? ¿Quieres que te levante a punta de fregadazos? ¡Apúrate! Todos los días es lo mismo contigo, caramba. No sé a dónde vas a ir a parar. Parece que tienes atole en las venas, Tilico. Nunca pasarás de perico perro. ¿Qué es lo que quieres? ¿Ser un pobre diablo? ¿Vivir causando lástimas? A ver, dime qué vas a ser. ¿limosnero o malviviente? Porque lo que es otra cosa…
De tanto oírme llamar Tilico, he llegado a olvidar mi nombre verdadero; otras veces me llaman Tísico, Enclenque o Flaco.
Estiro los brazos, me froto los ojos, hago a un lado la roída manta que cubre mi cuerpo de huesos secos y descarnados y, con desgana, jalo de la silla el desteñido pantalón, saco de debajo del catre los gastados tenis, me visto y me dirijo a la puerta arrastrando los pies. Me ataja la voz de mi madre.
—¿A dónde vas, tarado? Lávate las manos y vente a desayunar. Tómate tu cafecito, pero no vayas a comerte ese pan — advierte — es para tu hermano.
Me mojo las manos en la tina de agua turbia y las froto en el trapo que cuelga de la alcayata clavada a un lado en la pared; voy hacia la mesa haciendo como que no veo el pan para que en mi mirada no se me note el hambre y mi jefa no me atosigue más. Bebo el café chiquiteándolo para estar más rato saboreando el provocativo olor del chorizo que se fríe, en la cazuela, sobre las brasas de carbón; imagino su sabor y el de los frijolitos de la olla saboreados con una tortilla calientita y se me hace agua la saliva; envidio a mi hermano que sí va a almorzar.
Termino mi café y, a la sorda, me dirijo al patio trasero de la vivienda. Ahí, detrás de la maceta de la madreingrata, quito el ladrillo que cubre mi escondite secreto, saco la bolsa de plástico, de color amarillo, con el nombre impreso de las tiendas Soriana, la escondo entre mis ropas, salto la barda y entro en el terreno baldío que está junto a la casa; me siento en el suelo junto a un cajón desvencijado, vacío la bolsa y cuento.
—Uno, duques, tripas…— llevo la cuenta observando los montones de monedas que, en grupos de cien pesos, he colocado sobre el cajón
—¡Chale güey! ¡cuatrocientos varos! — descubro con sorpresa — no me esperaba tanto.
Levanto la cara satisfecho, y no sonrío porque no me gusta sonreír. Sonríen los débiles, los ñangos, los apapachados; no yo. No el Tilico. Sé que pronto me va a cuajar lo que he estado planeando. Este 10 de mayo no lo pasará mi madre como todos los anteriores; ahora si tendrá regalo, voy a comprarle, en el tianguis, un vestido elegante y unos zapatos nuevos; me imagino su sorpresa cuando vea que puede vestirse como señora rica.
Vuelvo a guardar el dinero, salto nuevamente la barda regresando a la casa y lo escondo tapándolo con el ladrillo.
Unos minutos después recojo, en el tabarete donde me los guardan, mi tina y mi trapo y me voy, como de costumbre, a buscar clientes.
—¿Le lavo su carro, jefecito? Se lo dejo chaineadito y reluciente como si fuera nuevo. Si no queda chido no me la paga ¿Quiubo?
—Ora no chaparrito, hay muchas nubes y se me hace que va a llover. Otro día.
—Chale, patrón, esas nubes no llegan, se las lleva el viento de volada, las que llegan son las que vienen de este otro lado y acá está el cielo despejado.
El cliente sonríe.
—¡Órale, wey! Para que no pongas gorro. Bien limpiecito ¿Eh? Si no, no te pago. .
—Sale y vale patrón, se lo voy a dejar de lujo y va a quedar tan contento que hasta una buena propina me va a dar.
Sé que a mis clientes les gustan las ganas que le hecho al trabajo y, de vez en cuando, añaden uno o dos pesos al precio de la lavada.
Ya en la tarde, regreso a casa, hambriento y cansado; dado al catre, pero satisfecho y me dirijo a guardar las ganancias en mi cueva secreta del tesoro.
Antes de llegar, a unos pasos de la maceta de la madreingrata, veo, tirada en el suelo, una bolsa de plástico amarilla, con el nombre de Soriana impreso. Mi corazón da una repentina machincuepa y se detiene unos instantes antes de empezar a latir de nuevo, ahora como desbocado. El ladrillo que tapa el agujero de mi escondite está fuera de lugar. Meto la mano, buscando en el fondo del hoyo y. lo encuentro vacío; a mis espaldas la voz enfurecida y destemplada de mi madre me sorprende y aturde.
—¿Qué estás buscando ahí, desvergonzado? ¿Dónde conseguiste ese dinero, maldito escuintle? Así que, aparte de güevón, eres también ratero ¡Nomás eso me faltaba! Óyeme lo que te voy a decir. Esta casa no es una cueva de ladrones así que o te enderezas o te me vas mucho a la fregada. Ya estoy harta de ti, muchacho de porra. No cabe duda que saliste al buenoparanada de tu padre, mañoso y desobligado. ¡Vas a matarme de una muina, carajo!. ¿Cuándo se llegará el día en que te largues de aquí y no vuelva a verte más? ¿Por qué, Diosito santo? ¿Por qué me has mandado esta cruz?
A jalones y golpes me mete a la casa, ante la indiferencia de mi padrastro y mi hermano.
Me atrinchila en un rincón de la vivienda y yo me dejo caer acuclillándome y tapándome la cara con las manos, no para defenderme, sino para que no me vean llorar.
Tengo que ser fuerte y no dejarme agüitar. Voy a empezar de nuevo y, de hoy en adelante, tengo que jalar más duro, mucho más duro que nunca, aunque ya no pienso en comprar nada, voy a batallar, sólo para ganarme a pulso el cariño de mi jefa.
Mientras mi madre, como cuchillito de palo, sigue azorrillándome con su sermón, yo me quedo tranquilo y mudo, con hartas ganas de que llegue a sentir el cariño que le tengo, que adivine lo que pienso, que agarre la onda y que, algún día, me llegue a comprender.
Las palabras se me atoran en el gañote y no logro hacerlas salir para decirle: “Entiéndeme, jefecita, yo te quiero un chorro. No quiero ser el méndigo Tilico, madre. Ya verás que, cuando crezca, seré un hombre importante; ganaré un titipuchal de lana para dártela a ti, madrecita y tendré nombre y apellido de verdad, como un gran señor. Ni madres que voy a causar lástimas Me cae que nadie va a verme pidiendo limosna, mamacita. No seré un pobre diablo, te lo prometo. Voy a ser… ¡Tengo que ser!… el que te llene de orgullo, jefecita. Como tú lo quieres; como lo dices siempre:
“¡Un hombre cabal!”
TILICO .- En México, persona enclenque y flacucha.
¡FELICIDADES A TODAS LAS MADRECITAS DE ESTA PÁGINA!
|