Ya no está el finado Torres con su cabeza blanca, para ver como su plaza, la plaza de Futaleufú, se mimetiza con su cabellera. Son otros, los relevos, nuevas generaciones de hombres y mujeres que recorren esas calles inundadas de ceniza, calles amplias, construidas pensando en mañanas, pensando en los hijos.
Al llegar a Futaleufú, dos mensajes dan la bienvenida al visitante. Por el acceso poniente viniendo de Chaitén, un letrero que convive con bosques de coigües y las aguas turquesa del río, reza: “Futaleufú; un paisaje pintado por Dios”. Pero no fue el paisaje, bello y hostil lo que se marcó en el corazón de miles de chilenos que decidieron quedarse ahí. Son sus habitantes, personajes bíblicos de ese paraíso, que en este mundo globalizado enseñan lo que es ser comunidad, solidaridad, ser vecinos.
“El mejor cerco es la buena vecindad” me dijo una vez mi padre, intentando dar claves para que un santiaguino como yo entendiera lo que era esa gente, y de paso lo entendiera a él.
"¿Qué hace que un funcionario público, profesor, carabinero, médico, enfermero, pida ser destinado a una zona aislada? ¿Qué embrujo hace que una vez que se jubilan, vuelvan para quedarse?
Mi convencimiento es que no es sólo la belleza del paisaje, sino que lo hostil, el frío extremo en invierno, el aislamiento, el río que no da pasada y que alguna vez se llevó a uno de los suyos, hacen que la única respuesta para sobrevivir esté en la calidez y cariño de la gente. En la señora Rocha que, viendo que por días no sale humo de la cocina de la casa de los recién llegados, se ofrece solícita y respetuosa para cocinarles, como si pidiera un favor al encender con habilidad la leña y el salvador fuego que a manos urbanas les era negado. En la mujer que bajo la tormenta de nieve y obligada a seguir a su marido trasladado, deja a su niño ardiendo en fiebre en manos de la vecina, para salvarlo de una muerte segura, con la certeza de que será cuidado con idéntico amor, pues son comunidad.
El otro letrero, en la aduana argentina dice: “La Tierra no la heredamos de nuestros padres, se la tomamos prestada a nuestros hijos”. Será que esta erupción es un recordatorio del Pillán, vocablo que engloba a volcán y los espíritus de los antepasados que viven en él. Será que la fumarola de más de 25 mil metros y visible desde Puerto Montt es un justo reclamo de una deuda. Y cómo no estar en deuda con mis antepasados, si sus restos no descansan en ese paraíso escogido junto a quienes le dieron vida y sentido.
Frente al televisor y las noticias con la erupción del volcán Chaitén, alguien me dice: “Yo alcancé a conocer Futaleufú”, dándolo ya por perdido. El Amutui Quimei o belleza perdida que se extiende en la represa del lado argentino. Será que el ufano visitante sólo ‘alcanzó’ a conocer el paisaje, los cerros nevados, el río que seguramente lo premió con buena pesca. Pero no conoció a la gente. No conoció a los colonos e hijos de colonos que tras la evacuación estarán contando los días para repetir la historia. Para ponerse el alma de sus padres e ingresar a Futaleufú desde Argentina, como lo hicieron un día los antepasados, con el júbilo y gloria del desafío, para sembrar sus campos, repoblar y reconstruir observando a sus hijos con esa mirada sabia del que esconde un secreto.
El último hombre que deje Futaleufú, ciertamente será un funcionario público. Quienes lo repueblen serán sus hijos o nietos, y junto a ellos, entrará mi padre, seguramente vestido de Teniente como lo hizo la primera vez en 1946.
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