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Inicio / Cuenteros Locales / andueza / El pueblo que se cae en el mar

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El pueblo en que yo vivo, y en el que han sucedido algunas de estas desventuras, no es otra cosa que un montón de arcilla endurecida robando un espacio en el mar. Son como grandes dientes de rocas salinas, sobre los cuales siempre las olas del mar están tratando de encaramarse. Desde la playa se divisan puñados de árboles precipitándose a las heridas donde han construído las casas. Así es mi pueblo, parece que fue hecho en el lugar más inoportuno que encontraron. Bien pudieron haberlo levantado en algún lugar en que los cerros no fueran severos: el océano tiene color de vidrio cuando no se interponen las nubes y esos dìas son tan brillantes, que las gaviotas vuelan encandiladas, guiándose sólo por el sonido de las olas. El camino de llegada no contracide a la naturaleza: es una pequeña cicatríz. Por ahí llegan y se van las noticias y las ilusiones, pero lo que hasta hora no se han ido nunca son los prejuicios. No tienen por qué irse tampoco; nadie desea que se vayan. Son de nosotros de la misma manera que nos pertenecen la iglesia y los confesionarios. Dicen que es lo primero que se edificó acá, antes que las primeras calles. Puede ser, porque tiene los muros roídos por hilitos de sal y de yodo, y las bisagras de las puertas ya están desencajadas por culpa del viento polar. Pero así y todo resguarda su dignidad y se impone desde un costado de la plaza, como un gran custodio de piedra donde se va a dejar los remordimientos. Como es un pueblo pequeño, lo mejor es ir a buscarlos al centro, en la calle del comercio.

La plaza, una rebanada verde y añosa de bosque que lo sacaron tal y como estaba y le metieron entremedio de estos techos floridos, no es un espacio muy cuadrado. Las cuatro puntas se las redondearon para hacer más cortas las esquinas, y por el medio dejaron que se desarrollara una selva impenetrable. Esto no lo hicieron para mantener a raya la moral de la población, sino que simplemente la selva se formó sola de un dìa para otro, a raíz de un diluvio que nadie pudo explicarse. Por eso me gustaba la plaza cuando era niño, se podía ir allá a sacar culebras de la cola, a dispararle cartuchos de salva a los leopardos, a navegar río abajo en una canoa de tablas. Parece que nunca la pretendieron hacer a semejanza de otras plazas, poque aquel pedazo de jungla carece de sentido práctico. Es lo mismo que hubieran traído una ola de mar o un cerro cubierto de nieve, igual lo iban a utilizar como un buscadero de sobresaltos y nada más. Era necesario caminar ciento catorce pasos para encontrar el anfiteatro de gallos. Ahí íbamos los hombres a pelear con otros hombres a través de nuestros gallos. Por fuera aparecía como una casa partida por la mitad y puesta de espaldas, contrariando el orden natural de las cosas. Por eso el que entraba ahí y por alguna razón no veía una riña de gallos, no volvía nunca más.

El antejardín no tenía nada de consecuencia, como si quisiera tapar la sangre de las aves maltrechas. Recuerdo cuando mi tío Ismael cierta vez pasó tan ocupado con una depresiòn, que uno de los gallos se salió de los lìmites de la cancha y le saltó a la cabeza a pincharlo con los espolones. El no se defendió del ataque, sino que se le complicó todavía más la maraña de ideas, porque después de pasar por la tienda de Hipólito el tóxico, ya no estuvo seguro de nada.

Marzo nunca fue una buena época para mi pueblo. Del horizonte venía una neblina ploma y callada que afixiaba todas las cosas de a poco, como si el invierno estuviese condenado a ser un portador del desaliento, y la naturaleza tuviera que invernar como un gran oso de nubes heladas. Entonce el océano quedaba sólo a merced de los valientes, y nosotros nos íbamos a nacer de nuevo a las siente calles. Se llama así ese lado de mi pueblo, porque siete calles angostas convergen en una glorieta de piedra, y en el invierno las ganas de vivir se van para allá con todas sus cosas. Yendo para allá no hay peligro de que pierdan el sentido de las cosas del mundo. Asì que mejor no hablemos de eso, mejor no le levantemos el polvo a las ideas, las dejamos como estàn y vamos a ponerle trampas a las codornices.

Fin.

Texto agregado el 31-03-2003, y leído por 332 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
31-03-2003 Me gustó mucho tu relato, describes a la perfección tu pueblo, me quedo en esa frase: " ...como un gran oso de nubes heladas", aunque tienes otras muchas bellas, un saludo, Ana C. AnaCecilia
 
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