Para no olvidar
Habíamos zarpamos un sábado, y el cielo estaba muy cubierto con gruesos nubarrones que dejaban ver apenas algunos rayos de sol. Nos reuníamos en el puente de mando para divisar con binoculares el gentío que se apiñaba sobre la costa de la ciudad. Calculábamos que eran más de 50.000 personas, y fantaseábamos con vernos admirados, como héroes y conseguir lo que rara vez, un soldado combatiente lograría al finalizar una guerra, que es “el reconocimiento social”.
Y a medida que nos adentrábamos en la inmensidad del océano, veíamos cómo el puerto se hacía un punto en el horizonte.
El frío, congelaba el agua de mar, que mojaba las barandas del buque. Estaba muy abrigado, con el uniforme que nos daba la Armada, apenas me podía mover. Recordaba las risas de mis hijos por ese atuendo, cuando por fotos me veían vestido así, y me decían que parecía un extraterrestre.
Los reportes del Servicio Meteorológico frecuentemente eran desalentadores, y pronosticaban mal tiempo, casi siempre lo mismo, por lo que no le dábamos demasiada atención. Nos guiábamos con los instrumentos del Buque, para orientarnos con mayor seguridad, pero en esos días la presión había bajado mucho. Miraba en el barómetro los valores y eran inferiores a lo previsto, rogaba que la tormenta no se nos cruzara por nuestro camino, porque las olas alcanzaban alturas impresionantes.
Pero por más suplicas que pidiera, se avecinaba el mal tiempo y en pleno viaje, el mar cada vez más picado, el viento frío había soplado desde la mañana sin darnos respiro; muchos de los tripulantes no se sentían muy bien. Había ido a la enfermería a buscar un calmante y mi asombro fue mayúsculo cuando la vi repleta, todos con los mismos síntomas “el mareo por el vértigo”, debido a los movimientos bruscos del buque por el vaivén de las olas. La gran mayoría era su primera misión en el frente, con sus caras de niño, por un instante me dio una sensación de no querer estar viendo ese panorama, asustados, temblorosos, creo que intuían lo peor. Y yo los entendía, porque a mí en cierta forma me pasaba algo parecido; realizaba mis tareas sin reflexionar, cumpliendo uno tras otro los actos que mi función me obligaba, deteniéndome apenas para comer.
De noche, la fatiga y el silencio, colaboraban a disipar mis ideas, tan sólo escuchaba las voces ruidosas de las olas rompiéndose en la proa del buque. A veces me quedaba dormido viendo las estrellas ocultarse entre las densas nubes que apenas se distinguían en la oscuridad.
Solía fumar un cigarrillo tras otro acodado en la baranda del puente de mando. Rrecordaba miles de cosas, mi cabeza viajaba a la velocidad de la luz. En ese insatante, me vinó a la memoria una nota, acerca de la guerra, que decía: “que esta guerra era un absurdo total y que no estábamos preparados para soportar un conflicto de estas dimensiones”. Coincidía con esos conceptos, teniendo en cuenta, los escasos conocimientos de estrategias. No se necesitaba ser un experto para darse cuenta que aquel escenario era básicamente aeronaval. Y que no teníamos ni aviones ni barcos y además la mayoría de nuestro armamento eran pertrechos de la segunda guerra mundial un poco actualizados pero no dejaba de ser eso, y era obvió que nunca se les podía ganar a los ingleses ya que ellos disponían de toda la última tecnología. Lo más penoso... los soldados enterrados en trincheras estáticas donde la humedad y el frío los paralizaban, sin armamento, sin comida ni ropa de recambio. La tripulación no estaba bien y se lo hice saber al comandante, para lo cual habíamos elaboramos un plan para distraerlos, con el objetivo de levantar la moral.
No fue una tarea fácil, teniendo en cuenta que el fantasma de la muerte esta presente continuamente en sus mentes, pero mi vasta experiencia en el mar. Forjó mi temperamento y pude cumplir con mi cometido, tratando de transmitirle seguridad en sí mismo, valor y coraje que eran las herramientas fundamentales, que debía tener un soldado previo a la batalla.
Éramos en total 1093 almas dirigiéndonos hacia algún lugar del Atlántico Sur, con destino incierto, pero con la convicción de dar nuestras vidas por la patria y eso todos lo teníamos bien claro, a pesar de que, por nuestra mente pensábamos que podía ser nuestra última tarea.
Por la radio, sólo escuchábamos las comunicaciones entre los demás buques y el Alto mando; así fue como nos enterábamos de las novedades del frente de batalla, y de las posiciones del enemigo.
Se nos aconsejaba ocupar posiciones fuera de la zona de exclusión, ya que el enemigo estaba cerca y sabía nuestra ubicación y además tenían libertad de acción. En incursiones aéreas se habían detectado un grupo de tareas compuesto por un portaviones y dos fragatas muy cercanas a la Isla sobre el sector sudoeste de Puerto Argentino, y con toda violencia estaban efectuando fuego de apoyo naval con desembarcos a través de helicópteros. Cercanos a ellos un segundo grupo de tareas de apoyo y resguardo, conformado con otro, seis destructores y dos buques grandes, conjuntamente con submarinos atómicos cortándonos el paso por vía marítima, tan sólo no quedaba esperar nuevas ordenes.
Se había hecho la noche y nuevas órdenes. A las primeras horas del domingo habían cesado los ataques aéreos sobre Malvinas, desde las 19 horas. Presuponíamos el peligro sobre la flota Argentina. A las 05:30 horas habíamos recibido órdenes de cambiar el rumbo original hacia el Oeste para llegar al área asignada, donde debíamos esperar nuevas ordenes.
La incertidumbre nos apabullaba, nos mirábamos sin vernos, el comandante con su oficio trataba de sacarnos de ese trance, ocupándonos continuamente en las tareas a realizar.
En el radar observábamos algunos puntos blancos cerca de nosotros, pero no sabíamos si eran de los ingleses, pero teníamos la seguridad que si eran ellos no nos atacarían ya que estábamos fuera de la zona de exclusión. En un momento por el sonar detectamos la presencia de un submarino, e inmediatamente sonó la alarma que indicaba a todos ir a sus puestos de combate. El comandante ordenó el despegue de un Sikorsky, el helicóptero que usábamos para salvatajes y reabastecimiento, con el objetivo de hacer un reconocimiento y ver si divisaba algo, tal vez la estela sobre el agua de un periscopio.
A las16:00 horas, el helicóptero nos informaba la presencia de un periscopio a babor. Un minuto después la presencia de dos torpedos, dirigiéndose hacia nosotros, intentamos realizar una maniobra evasiva pero fue inútil. Una explosión sacudió violentamente el buque y tras eso el cese inmediato de energía e iluminación, habíamos recibido dos impactos, uno en medio del barco y el otro en la sala de maquinas.
Inmediatamente empezó a inclinarse a babor y a las 16:08 la inclinación aumentaba un grado por minuto por lo que había llegado a los 10 grados. Por altavoces el comandante notificó que el buque había sido torpedeado por el enemigo y ordenó que arrojen las balsas al agua que se abrían automáticamente al caer. Recuerdo que quedaron flotando al costado sujetas con amarras, pero nadie atinó a seguir su recorrido.
A las 16:18 la inclinación era de 20 grados y la situación tendió a agravarse y sabia que eso ya no tenía retorno y todos en el puente le sugeríamos al comandante abandonar el buque. Se quedó callado un buen rato meditando y observando todos a su alrededor, el Belgrano estaba al garete y me pidió que lanzara tres bengalas blancas de auxilio y que comunicara nuestra posición al Alto Mando Conjunto y a los demás barcos para que sepan de nuestra emergencia y que rescaten a los supervivientes.
A las 16:23 se escuchó las palabras del comandante del Buque, esa que seguramente ningún marino jamás desearía escuchar ¡Abandonen el Barco!
Recuerdo perfectamente su cara, totalmente triste, desconsolado no quería estar en su lugar en ese momento, con esa decisión conllevaba lo inevitable, la muerte de gran parte de los 1093 tripulantes que tenía el buque y que la cantidad de balsas no daría abasto para contener a todos.
En los sectores más dañados del buque el agua penetraba sin parar, y desde allí, se arrojaban a las aguas heladas, con temperaturas bajo cero. Inmersos en ellas, sólo se podía aguantar diez minutos como máximo y luego la muerte. Escuchaba los pedidos de auxilio y los gritos desgarradores de aquellos heridos, entre el humo denso apenas podía ver, como desesperadamente muchos soldados intentaban trepar a las balsas y algunos resignándose a su destino.
La decisión de vivir o morir, muchas veces no depende de nosotros pero en aquel momento, ningún camino era seguro, el arrojarse al agua en busca de un lugar en las balsas o quedarse en el buque a la espera de lo inevitable, pero nos resistíamos a que sucediera lo inevitable.
Pero cada segundo que pasaba era una oportunidad menos de salvarse.
El comandante nos dio la venia para abandonar nuestros puestos, y él último saludo fue enternecedor ¡nunca lo olvidare!.
Me llevo un buen recuerdo de aquel hombre que decidió cumplir con su deber de marinero “el hundirse con su buque”
A las 16:50 nadie fuera de las balsas quedaba con vida y diez minutos después, observábamos tristemente, la proa dándonos su último adiós. Irónicamente pensé que el buque nos aguardó hundirse hasta que todos pudimos abandonar el buque.
La realidad de aquel día, era que en una hora 9000 toneladas de agua salada inundaron, El Belgrano; indefectiblemente giró con suavidad, en dirección hacía las profundidades, sin afectar a ninguna de las balsas que lo rodeaban, hasta esa delicadeza tuvo.
Todo fue tan rápido que los 323 supervivientes no habíamos entrado en razón de lo sucedido, pero bastaba mirar a nuestro alrededor para darnos cuenta. Esas imágenes de pánico y desesperación, y la impotencia de no haber podido ayudar a nuestros compañeros y algo de culpa por estar allí y no junto a los que quedaban flotando sin vida por hipotermia.
Pero lo real hasta ese momento era que estábamos a la deriva en el medio del océano y con la tormenta pronta a desatar su furia sobre nosotros y dudábamos que nos rescatasen y la noche pronta aparecer.
Se había hecho de noche y el temporal nos azotó con olas de más de diez metros, las balsas estaban unidas con cuerdas por seguridad.
Generalmente con las condiciones climáticas imperantes los rescates aéreos se suspenderían hasta amainar la tormenta y así fue, se hizo de mañana, la angustia y el silencio predominaron en todos los tripulantes, nadie comió ni bebió.
Buscábamos por todos lados alguna silueta de un barco o el ruido de algún avión, pero nada, de nada. Recién a las 13:15 del lunes divisamos un avión e inmediatamente lanzamos una bengala para marcar nuestra posición y observamos sobre nosotros un avión naval Neptune. Renació la esperanza, gritos y abrazos de alegría y ahora sólo quedaba esperar la llegada de las naves de rescate, que nos llevarían hacia el puerto de Ushuaia.
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