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Ventura García Calderón.


Nunca he sabido despertar a un indio a puntapiés. Quiso enseñarme este arte triste, en un puerto del Perú, el capitán González, que tenía tan lindo látigo con puño de oro y un jeme de plomo por contera.

—Pedazo de animal —vociferaba el capitán atusándose los bigotes donjuanescos—. Así son todos estos bellacos. Le ordené que ensillara a las cinco de la mañana y ya lo ve usted, durmiendo como un cochino a las siete. Yo, que tengo que llegar a Huaraz en dos días…

El indio dormía vestido a la intemperie con la cabeza sobre una vieja silla de montar. Al primer contacto del pie, se irguió en vilo, desperezándose. Nunca he sabido si nos miran bajo el castigo, con ira o con acatamiento. Mas como él tardara un tanto en despertar a este mundo de su dolor cotidiano, el militar le rasgó la frente de un latigazo. El indio y yo nos estremecimos; él, por la sangre que goteaba en su rostro como lágrimas; yo, porque llevaba todavía en el espíritu prejuicios sentimentales de bachiller. Detuve del brazo a este hombre enérgico y evité una segunda hemorragia.

—¡Badajo! —repetía el verdugo, mirándome con ojos severos—. Así hay que tratar a estos bárbaros. Usted no sabe, doctor.

El capitán González me había conferido el grado universitario al ver mis botas relucientes, mi poncho nuevo, que no curtieron los vientos, y estas piedades cándidas de limeño. Anoche mismo, después de ganarme, en la pobre fonda del puerto, cinco libras peruanas al chaquete, me adoptaba ya con una sonrisa paternal, diciendo: “Pues hacemos juntos el viaje hasta Huaraz, mi doctorcito. Ya verá usted cómo se divierte con mi palurdo, un indio bellaco que en todas las chozas tiene comadres. Estuvo el año pasado a mi servicio, y ahora el prefecto, amigo mío, acaba de mandármelo para que sea mi ordenanza. ¡Le tiene un miedo a este chicotillo!”

Tuve que admirar por largo rato el tejido habilísimo de aquel “chicotillo” de junco que iba estrechándose al terminar en un cono de bala. En los flancos de las bestias y de los indios aquello era sin duda irresistible.

Resonaba otra vez en el patio de la fonda la voz marcial:

—¿Y el pellón negro, so canalla? Si no te apuras, vas a probar cosa rica.

—Ya trayendo, taita.

El indio se hundió en el pesebre en busca del pellón que no vino jamás. Diez, veinte, treinta minutos, que provocaron, en un crescendo de orquesta, la más variada explosión de invectivas: Dios y la Virgen se mezclaban en los labios del capitán a interjecciones criollas como en los ritos de las brujas serranas. Pero el ordenanza y guía insuperable no pudo ser hallado en todo el puerto. Por lo cual el capitán González se marchó solo, anunciando futuros castigos y desastres.

“No se vaya con el capitán. Es un bárbaro”, me había aconsejado el posadero; y dilaté mi partida pretextando algunas compras. Dos horas después, al ensillar mi soberbia mula andariega, un pellejo de carnero vino a mi encuentro y de su pelambre polvorienta salió una cabeza despeinada que murmuró:

—Si queres contigo, taita.

¡Vaya si quería! Era el indio perdido y castigado. Por una hora yo también había buscado guía que me indicara los malos pasos de la Sierra y se apeara para restaurar el brevísimo camino entre el abismo y las rocas que una galga de piedras o las lluvias podían deshacer en segundos.

Asentí sin fijar precio. El indio me explicó en su media lengua que lo hallaría a las puertas del poblacho. Me detenía en una choza a pedir un mate de aquella horaciana chicha de jora que tanto alivia el ánimo, cuando le vi llegar, caballero en una jaca derrengada, pero más animosa que mi mula de lujo. Y sin hablar, sin más tratos, aquel guía providencial comenzó a precederme por atajos y montes, trayéndome, cuando el sol quemaba las entrañas, el cuenco de chicha refrigerante o el maíz reventado al fuego, aquella tierna cancha algodonada. Confieso que no hubiera sabido nunca disponer en un tambo del camino con los ponchos, el pellón y la silla de montar tan blando lecho como el que disfruté aquella noche.

Pero al siguiente día el viaje fue más singular. Servicial y humilde, como siempre, mi compañero se detenía con demasiada frecuencia en la puerta de cada choza del camino, como pidiendo noticias en su dulce lengua quechua. Las indias, al alcanzarme el porongo de chicha, me miraban atentamente y parecióme advertir en sus ojos una simpatía inesperada. ¡Pero quién puede adivinar lo que ocurre en el alma de estas siervas adoloridas! Dos o tres veces el guía salió de su mutismo para contarme, en lenguaje aniñado, esas historias que espeluznan al caminante. Cuentos ingenuos de viajeros que ruedan al abismo porque una piedra se desgaja súbitamente de la montaña andina. “Allí viendo, taita”, en la quebrada agudísima, las osamentas lavadas por la espuma del río.

Sin querer confesarlo, yo comenzaba a estar impresionado. Los Andes son en la tarde vastos túmulos grises y la bruma que asciende de las punas violetas a los picachos nevados me estremecía como una melancolía visible. En el flanco de las gigantescas vértebras aquel camino rebañado en la piedra y tan vecino a la hondonada mortal parecía llevarnos, como en las antiguas alegorías sagradas, a un paraje siniestro. Pero el mismo indio, que temblaba bajo el rebenque, tenía agilidades de acróbata para apearse suavemente por las orejas y llevar del cabestro a mi mula espantadiza que avizoraba el abismo y resbalaba en las piedras, temblorosa. Una hora de marcha así pone los nervios al desnudo, y el viento afilado en las rocas parece aconsejar el vértigo. Ya los cóndores familiares de los altos picachos pasaban tan cerca de mí, que el aire desplazado por las alas me quemaba el rostro y vi sus ojos iracundos.

Llegábamos a un estrecho desfiladero, de donde pude vislumbrar en la parda monotonía de la cadena de montañas la altiplanicie amarillenta con sus erguidos cactus fúnebres.

—Tú esperando, taita —murmuró de pronto el guía, y se alejó en un santiamén.

Le aguardé en vano, con la carne erizada. Palpé el revólver en el cinto, estimulando con la voz a la mula indecisa, que, las orejas al viento, oscilantes como veletas, medía el peligro y escuchaba la muerte. Un ruido profundo retembló en la montaña: algo rodaba de la altura. De pronto, a quince metros de mí, pasó un vuelo oblicuo de cóndores, y entonces, distintamente, porque había llegado a un recodo del camino, vi rebotar con estruendo y polvo en la altura inmediata una masa obscura, un hombre, un caballo tal vez, que fue sangrando en las aristas de las peñas hasta teñir el río espumante, allá abajo. Estremecido de horror, esperé mientras las montañas se enviaron cuatro o cinco veces el eco de aquella catarata mortal. Un cono invertido de alas pardas giraba como una tromba sobre los cadáveres.

Más agachado que nunca, deslizándose con el paso furtivo de las vizcachas, hete aquí al bellaco de mi guía que coge a mi mula del cabestro y murmura con voz doliente, como si suspirara:

—Tú viendo, taita, al capitán.

¿El capitán? Abrí los ojos entontecidos. El indio me espiaba con su mirada indescifrable; y como yo quisiera saber muchas cosas a la vez, me explicó en su media lengua que a veces, taita, los insolentes cóndores rozan con el ala el hombro del viajero en un precipicio. Se pierde el equilibrio y se rueda al abismo. Así había ocurrido con el capitán González, “¡pobricitu, ayayay!” Se santiguó quitándose el ancho sombrero de fieltro, para probarme que sólo decía la verdad. Con ademanes de brujo me designaba las grandes aves concéntricas que estaban ya devorando presa.

Yo no inquirí más, porque éstos son secretos de mi tierra que los hombres de su raza no saben explicar al hombre blanco. Tal vez entre ellos y los cóndores existe un pacto obscuro para vengarse de los intrusos que somos nosotros. Pero de este guía incomparable que me dejó en la puerta de Huaraz, rehusando todo salario, después de haberme besado las manos, aprendí que es imprudente algunas veces afrentar con un lindo látigo la resignación de los vencidos.

Texto agregado el 08-05-2008, y leído por 29084 visitantes. (0 votos)


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