TODOS LOS QUE AMAMOS EL FÚTBOL SOMOS IGUALES.
Por: Alvaro Perea Chacon.
Primera generación. La niñez
Cualquier niño contemporáneo con sensibilidad hacia la gloria, quiere ser jugador de futbol. Ni la política, que hoy parece una actividad artificial y sin brillo; ni las artes, que cada día que pasa se vuelven mas incomprensibles y ajenas; ni la guerra, que actualmente ya no requiere siquiera de valor, tiene tanto atractivo para un niño como el deporte rey, que obviamente ya no es el atletismo sino el fútbol. De ahí que para lo infantes de la ultima mitad del siglo, los héroes sean los futbolistas. Per no solo aquellos que juegan en los grandes estadios frente a muchedumbres de hinchas, sino los que lo hacen en los parques de sus barrios Aquellos capaces de hacer chilenas en el pavimento y de discutir dos horas por un faul. Esos que nunca se borraran de la memoria.
Finales de los 60 y principios de los 70 y, como siempre -pero haciendo más ruido-, el mundo parece un epiléptico, revolcándose en convulsiones: Neil Amstrong pisa la Luna y no encuentra nada, los Beatles se separan, Pinochet se toma el Palacio de la Moneda, Jimmy Hendrix se suicida, la guerra fria hierve en Vietnam, el amor se libera y deja de ser romántico, Brasil se queda con la Jules Rimet y Nino Bravo parte con un beso y una flor. Finales de los 60 y principios de los 70, y Colombia no es ajena a la enfermedad: Frente Nacional, paro estudiantil, Rojas Pinilla, panamericanos de Cali, Cochise, marihuana, Pambelé y casi 20 millones de personas.
Comienza la década del 70 y Bogotá se convierte en una ciudad de nadie, en donde el perro se come al perro y a la que diariamente llegan montones de personas que crean miles de barrios y hacen que la urbe se alargue: por el sur los pobres, por el norte los ricos y en la mitad, parejas jóvenes de profesionales o comerciantes, con uno o dos hijos pequeños. Comienza la década del 70 y en esa mitad de Bogotá, donde se clava mi barrio, no pasa nada o mejor... sólo se pasa la bola.
Y detrás de la bola, las palabras: "Tóqueme brother, póngame a picar zurdo, con verraquera monito, qué golazo mi hermano". Y después de las palabras, la gaseosa y antes que nada, la "recocha". Ciertamente, en el Pablo VI de los setentas, alrededor de ese partido del domingo giraban las conversaciones, las novias y los planetas. Frente a él las otras cosas que se podían hacer en el barrio -buscar pelea, jugar billar o medir calles- no eran nada. Por eso, cada "recocha" era una guerra, cada gol un anticipo del orgasmo (estamos hablando de menores de 12) y cada jugador una figura, porque no cualquiera podía entrar y mucho menos los niños.
Sentados, admirándolos con la boca abierta y esperando ser algún día como ellos, veíamos transformarse esos seres: algunos eran empleados que durante la semana recibían órdenes de algún jefe mediocre, pero que en la "recocha" se convertían en fieras a las que nadie les podía decir ni pió.
Otros eran gerentes, gente bien, que durante la semana eran un modelo de urbanidad y buenas maneras, pero que durante la "recocha" se convertían en unos salvajes, atarbanes y maleducados. Y otros, los mas, eran perdidos y marihuaneros, que durante la semana se dedicaban a vagar trabados por las calles, pero que durante la "recocha" se convertían en hombres íntegros que respetaban las reglas más que los gerentes. Eso era lo que más nos gustaba de ese mar de pata: la sinceridad vital.
Despojados de los cargos y el billete, florecía la naturaleza y uno podía medir la valía del hombre desnudo, o más bien en pantaloneta. Por la "recocha" pasaron tantos craks como por el Maracaná y muchos más que por El Campin. El primero fue Mario G. (el apellido no importa). El tipo jugaba de todo menos de arquero y tenia una gambeta de atracador. Chiquito y famélico como era, agarraba la bola en su área y entre "madrazos" y "voladoras", comenzaba a driblar. Su gambeta era poco convencional, se diría que era una creación suya. No sacaba hacia delante como los argentinos, ni hacia al lado como los brasileños, sino que se devolvía, se colaba por huecos imposibles y daba vueltas sobre si mismo en un complicado laberinto, como solo podían hacerlo los colombianos. Todo sin soltarla jamás, siempre hasta llegar al gol o camino al suelo, en la gloria o con el peroné medio roto, así era él.
Mario jugaba en "Pablo Joint", por la misma época que Willington Ortiz comenzaba en Millonarios. Morocho, pequeñito, tumaqueño él, Willy tenia casi tanta habilidad como Mario, pero no podía hacer lo mismo. Ortiz, por esos absurdos del profesionalismo, tenía que soltarla. En El Campin, el negro cogía el balón cerca del área contraria, con todos los espacios copados y comenzaba a bailar currulao con unos cambios de ritmo y con un movimiento de caderas que mejor dicho. Era un portento para eso; en metro y medio le sacaba un metro a los defensas.
Durante esos años sólo se hablaba de ellos dos en las tiendas del barrio. Que el Frente Nacional se acabase y López Michelsen fuera el presidente, nos daba igual a que los chinos fueran mil millones, es decir, nos importaba un carajo. Lo importante era que Willington había dejado arrastrados a los de Santa Fe o que Mario se había sacado 21 hombres -dos veces a cada uno de los jugadores y solo una vez al portero- en la ultima "recocha”. Sin eso no se podía vivir. Los dos eran enormes, pero en el 73 a Mario le fue un poco mejor que a Willy. Mientras éste y esa Selección precursora, en la que alternaba con Alejandro Brand y Arturo Segovia, entre otros, era sacado del Mundial de Alemania (porque los ecuatorianos se dejaron golear por Uruguay en Quito), Mario triunfaba en el campeonato de El Campin. Del barrio El Campin, donde salió goleador.
Un año después de dicho Mundial, Ortiz saldría subcampeón de América con una selección de titanes dirigida por Efraín el Caimán Sánchez. Un equipazo en el que jugaban otros históricos como Diego Umaña, Ernesto Díaz, Pedro Zape y la Mosca Caicedo. Una selección que regó el campo del Centenario de Montevideo con sangre de chibchas y charrúas y que perdió la final contra aquel Perú de Cubillas y Sotil, que maravilló al mundo. Gracias a aquel suramericano en el barrio descubrimos que el Perú no era solo incas y batallas de Ayacucho y por eso Mario fue el capitán de la selección Perú-Pablo VI Que triunfo por primera vez en el campo de La Esmeralda, nuestro odiado barrio vecino.
En 1977, el M-19 cometió la indelicadeza de dejarnos el cadáver del sindicalista José Raquel Mercado, a tres cuadras del barrio, en la glorieta de la 63. Sería falso decir que tal asesinato -"ajusticiamiento", para los guerrilleros- nos tocó el alma, pero también lo seria afirmar que nos dejo indiferentes. El que nos tiraran el cuerpo tan cerca y el paro nacional que sobrevino después -gracias al que capamos colegio una semana- nos dieron la idea y la oportunidad de hacer el campeonato relámpago, José Raquel Mercado, comando diecinueve de abril, en el que aparecieron nuevas figuras que remplazaron al ya treintón Mario G., quien se dedicó a la dirección técnica.
Segunda generación. La adolescencia.
Cualquier adolescente contemporáneo con sensibilidad hacia la gloria, quiere ser un duro. Ni la medicina, con las ventajas económicas que acarrea; ni el derecho, que significa una condena segura a una vida de oficina; ni el arte, que parece una vía expedita hacia la ruina, son tan provocativos para los jóvenes como el delito. Por eso nuestros ídolos en la cancha de Pablo VI durante la década del 80, eran una mezcla de aguerridos futbolistas y bandidos principiantes, que en la "recocha" combinaban el fútbol y las artes marciales. Anos 80: John Travolta, Camp David, los Bee Gees, Sadat, Afganistan, Guerra en las Malvinas, Olimpiadas de Moscú, Maradona, Perestroika, cocaína, Palacio de Justicia, Armero, Lucho Herrera, Galán, Bateman, Pablo Escobar, sicariato, dinero, televisión a color, bombas y futbol.
El primer lustro de la década del 80 fue desastroso para el futbol colombiano a nivel de selecciones. En cambio, para el balompié de mi barrio no ha habido otro igual. La razón era sencilla: nos estábamos preparando para el Mundial del 85, en el cual si podíamos participar porque seriamos locales. Sin embargo, cuando Belisario rehusó que Colombia fuera la sede del campeonato, nos frustró la esperanza y muchos futbolistas de infancia comenzaron a mirar para otro lado. Por eso la historia del futbol de Pablo VI se divide en dos: antes y después de que Colombia rechazó el Mundial.
Antes de la decisión de Betancur, se hizo una olimpiada en el barrio, que nos dejó la certeza de que Pablo VI era un semillero de futbolistas tan fértil como Pescadito en Santa Marta. Cada zona, porque Pablo VI el viejo se divide en cuatro zonas de diferente color, tuvo su equipo y sus cracks. La escuadra de la zona A (la azul) se llamaba Alianza y su líder se apodaba gallito. Todos veíamos al Gallo ondulando entre los defensas como una serpentina y doblándose ante las faltas como un bambú con el huracán, sin quebrarse jamás. El equipo de la B (la zona morada) no tenia artistas, pero tenia 11 guerreros dispuestos a matar y a morir. Los Tigrillos de la C eran los mejores. Jugaban con una camiseta del color verde de su zona, cruzada por la bandera de Colombia. La Selección Colombia y el barrio reunidos. ¿Qué más se podía pedir? Sólo un monstruo y ese fue el Zurdo Poveda, "el mejor jugador de Pablo VI en todos los tiempos". Por último, estaban los Leopardos de la zona amarilla, la D. Un centro delantero feroz y metelón de nombre Ricardo, pero apodado el Mono, era su baluarte. El Mono, un acróbata que la metía de todas las formas, se inventó la cabañuela mucho antes de que el paraguayo Cabañas la popularizara en el América de Cali y el Cosmos de Nueva York.
Solo resta decir que esa Olimpiada fue un certamen apoteósico que marcó el fin de la infancia. Segundo lustro de la década del 80. Las bombas que nos estallan a menos de 30 cuadras y el dinero del tráfico de drogas, que comienza a verse también en el barrio en forma de mulas y motos, nos sacan del sopor futbolístico en el que habíamos vivido hasta entonces. El barrio que había permanecido indiferente a las añejas divisiones del país (conservadores y liberales, izquierdas y derechas), ahora se divide. Por un lado están los que ven al narcotráfico como una excelente oportunidad no solo de hacer dinero, sino de ganar prestigio y vivir bueno. Por el otro, se hacen los que de primerazo son conscientes de que el dinero "del negocio" corromperá todas las instituciones colombianas, incluido el fútbol. Coincidiendo con ese momento, una nueva modalidad de jugador llega a la "recocha" y se transforma en ídolo.
Me parece verlos: mirada dura, tumbao felino, chaqueta de jean sin mangas, bermudas también de jean, pelo revuelto y músculos, muchos músculos. Estoy hablando de los duros y entre los duros, de uno que ya se fue. Adolfo Arias, apodado el Bofo. El Bofo fue uno de aquellos favoritos de Dios, que lo tienen todo y que mueren antes de que la vida los achaque y los convierta en personas normales. Pintoso, fuerte y corajudo, como el no he visto ninguno en cualquier cancha de la vida, profesional o amateur. Adolfo volaba por la línea con el pelo rubio y siete mujeres detrás. Impredecible, giraba sin perder velocidad y sacaba un taponazo de 50 metros, que metía al portero en el arco con balón y todo. Pero él no era solo guapo en la cancha, su machera se paseaba por todo lugar como si fuera su casa. Cabe anotar que como ya no éramos niños, la vida no se circunscribía al barrio y Bogotá era una caldera de agresividad. En cualquier fiesta o discoteca uno podía encontrarse con un mafioso que se creía dueño del sitio y que si no le gustaba tu cara te echaba. A Bofo también le pasó, pero e! que se tuvo que ir fue el otro.
Después de su muerte la "recocha" no volvió a ser la misma, era como una selva sin león. Con el se fue la épica y lo demás es nostalgia. Sin embargo y gracias a la vida, a Adolfo le alcanzó el tiempo para ver a Colombia clasificarse a su segundo Mundial.
Tercer generación. La madurez.
Cualquier adulto contemporáneo con sensibilidad hacia la gloria, que no haya sido futbolista, ni duro, se convierte en narrador. Es decir, periodista, director de cine, escritor o dramaturgo. Ninguna otra actividad le permite recrear el tiempo perdido y sonar con otro destino. Además el trabajo a veces le sirve para, por lo menos, transmitir alguno que otro acontecimiento notable, como un partido de futbol.
Años 90: Colombia en tres mundiales y eso lo copa todo. Valderrama, Rincón, Iguarán, el Bendito, Redín, el empate en Wembley, Perea, Asprilla, Higuita, Leonel, el uno a uno contra Alemania, el Tren, el cinco a cero, Maturana, el Bolillo, Rubencho, la Gambeta, el Palomo, Córdoba, Cabrera, Alexis, el Chicho y ...Andrés. A todos ellos ¡gracias! y a Andrés ¡adiós!
Es una evidencia que en estos difíciles años que ha padecido el país, el futbol ha sido la mayor fuente de alegrías para nuestro pueblo y para mi barrio. Vale decir, que por la cancha de Pablo VI solo pasó uno de los grandes. Su nombre, Adolfo el Tren Valencia, que jugó un solo partido cuando era un desconocido y jamás volvió. No obstante, por ese partido, el Tren siempre será uno de los nuestros. Sin embargo, el hecho de que pocos jugadores profesionales hayan pisado el césped pablosextuno no importa, es más, hoy ni siquiera se cuales fueron mejores, si los profesionales o los del barrio. Con el tiempo se aprende que la fama no dice nada sobre la grandeza de los hombres. De todas formas, la "recocha" aun se juega todos los domingos a las once y quizás en este momento por ella corra un peladito que llegue a ser una estrella mas allá de la cerca del barrio. ¡No se! Pero en todo caso, ojalá.
Epílogo
Andrés es el mártir más compartido del mundo contemporáneo (como el Bofo fue un privilegiado de Dios que murió antes de echar barriga). Es el más compartido y uno de los más dorados, porque él antes de ser estrella y antes de ser mártir, fue un niño o un pelado que jugó una "recocha", como muchos, como casi todos. Eso, más que ser colombiano, mas que ser otra víctima de la violencia, nos hermana con él, porque como decía Garrincha: ¡Todos los futbolistas somos iguales¡
|