Hacía décadas que la comisión científica global preparaba este proyecto como una de las más esperanzadoras soluciones al inminente fin de la viabilidad de la vida en el planeta, que había reducido la población mundial a 3.000 millones de seres humanos en tan solo tres décadas debido al hambre, las enfermedades degenerativas derivadas del aumento de radiación solar y la escasez de agua potable. Desde que en el año 2233, el eminente físico de la Universidad de Bolonia, Pere Puig Vilaplana, experimentó con éxito en el Sincrotrón de Trieste las teorías de Einstein sobre la posibilidad de los viajes en el tiempo de partículas subatómicas, la comunidad científica internacional había trabajado de forma multidisciplinar, conjunta y coordinada para hallar la fórmula de trasladar moléculas humanas en espacios temporales reducidos, y después seguir dando pasos hasta el punto de conseguir el traslado en el tiempo de un ser humano. El fundamento era sencillo, se trataba de aplicar los principios que desde el siglo XXII eran conocidos por la ciencia de la fusión fría, la reacción en cadena de los átomos de hidrógeno para la generación de energía limpia y la aceleración de los mismos mediante reacciones químicas complejas inducidas Una simple inyección intravenosa de reactivos provocaban la aceleración exponencial de los átomos del cuerpo humano hasta velocidades millones de veces superiores a la de la luz, consiguiendo una reversión en el tiempo de dichas partículas sin traslación de las mismas en el espacio, es decir sin moverse del lugar.
Aquella mañana mientras Carla estaba tumbada en la camilla dentro de la cápsula de protección antirradiaciones del centro Hawking en la Universidad de Beijing, pasaron por su mente todos los recuerdos de su corta existencia, 23 años de imágenes de la niñez, adolescencia y juventud, sus padres fallecidos prematuramente junto a su hermano Alex, Elvira, aquella muchacha española que conoció en el primer curso de la universidad, y que tras un viaje de estudios a Bolonia se convirtió en su gran amor, aún recordaba el perfume a jazmín, la suavidad de su piel, las risas y los meses de pasión en la pequeña habitación que compartieron de la residencia de estudiantes de la señora Minelli.
La hora fijada para el inicio del experimento llegó inexorablemente y tras una suave sedación por parte del doctor Montes, Carla se durmió plácidamente. Era consciente de los peligros que entrañaba el experimento, había firmado la declaración de consentimiento informado meses antes, y la acaba de ratificar esa misma mañana. Un viaje demasiado largo hacía el pasado podría suponer su muerte, la no existencia de material genético compatible más allá de 200.000 años era una cuestión conocida por la comunidad científica, los primeros fósiles de Homo Sapiens, datan de esa fecha y el destino a un pasado más remoto quebrarían la cadena de transformación de las moléculas de ADN siendo su final imprevisible, aunque las mayores posibilidades serían de muerte física. Estaba dispuesta a asumir todos los riesgos, su familia falleció en el terrible terremoto de Los Ángeles del 2355, y Elvira, su gran amor la abandonó 2 años antes por un profesor de Derecho Internacional de la Universidad de La Sorbona, donde fijó su residencia. Ya nada la ataba a este tiempo, por eso se presentó voluntaria al experimento y fue escogida entre más de 25.000 aspirantes de todo el mundo, el viaje era definitivo e irreversible, un viaje hacía la soledad, un destino incierto que ni los propios impulsores eran capaces de determinar, era un intento desesperado de la humanidad por encontrar un lugar donde empezar de nuevo.
Desde el centro de control se procedió a inyectar una dosis de 20 ml del reactivo QWERY 789, aunque se había probado con éxito en mamíferos (descomposición molecular completa), la irreversibilidad del viaje no permitía conocer cual era el destino de los mismos, todas las simulaciones teóricas del supercomputador de Ginebra habían establecido las posibilidades de éxito entre un 80 y un 98 por ciento, resultados que permitían un cierto optimismo, pero a Carla le era indiferente, para ella el experimento era un viaje hacía ninguna parte, una huida personal.
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Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
Una joven hembra de Repenomamus robustus, un mamífero carnívoro que tras una lucha encarnizada con el viejo ejemplar de hadrosaurio había caído aturdido tras unos arbustos, torpemente se incorporaba sobre sus cuatro patas, y siguiendo el instinto depredador se acercó entre los helechos de nuevo al enorme reptil.
Sin embargo ni la excitación de la caza podía apartar de su mente ese extraño perfume de jazmín, y el recuerdo de la suave piel de Elvira.
Homenaje a Augusto Monterroso (que algún día me perdone). |