Estamos en un Campo.
Estoy en un Campo, tengo frío y hambre. El niño que está en la cama de al lado tiene frío y hambre. En realidad, todos tenemos frío y hambre. El farmacéutico nos visitaba. No quería que hubiera más muertos, dijo. Tampoco que nos mojáramos en los pantalones. No hizo más que decir esa patética frase, cuando nos enteramos que murió. Algunos se mojaron de nuevo en los pantalones al saber la noticia, pues se toparon con la muerte por vez primera. Un niño preguntó qué era la muerte. Todos nos miramos entre sí. Nos quedamos mudos. Muchos sabemos qué es, pero no podemos decirla. La hemos visto entrar a menudo por la ventana, o bien pasearse allá fuera. También se aparece en los ojos. Entristece a las personas, porque otras se van a otro lugar, de donde no vuelven. Así le escuché decir a mi madre. La muerte es un tormento, dijo. Es pavorosa.
Han muerto muchas personas por hambre o tisis. Es la palabra que más se escucha. Los niños soñamos con que queremos ser grandes. No hay mucho para jugar aquí, de hecho sólo jugamos con la imaginación. Eso cuando hay tiempo y no caemos rendidos. También se escucha mucho la palabra comida. Será porque siempre estamos con hambre. Tengo un amigo que me trae trozos extra de ella. Es amigo de alguien que está en la despensa de alimentos. Yo le intercambio por mis servicios al fregarle los zapatos. Me gustaría saber que pensaría mi padre de mí. Él me enseñó que la mejor forma de aprender es preguntando. Pero, aquí es tomado como un vicio.
En los barracones hay veces que llegan más personas grandes. He notado que son como nosotros, tienen miedo, no saben definir lo que es la muerte y se hacen pis en los pantalones. Me pregunto para qué quiero ser grande si voy a ser como ellos, sólo que más alto.
También hay un hombre que es muy gruñón, dice de nosotros los malditos condenados. Les echaré a Wolf y le comerán el pene. Cuando escuchamos eso los niños tenemos miedo de quedar como mujer. Sin embargo nos aguantamos y no lloramos. Gracias a Dios, luego el oficial de la S.P. se aleja a hacer su ronda o visitar a sus camaradas, entonces sí que nos ponemos a brincar como ranas cantando canciones polacas.
Hay miles de niños y niñas alla fuera, concurriendo a la escuela, charlando con sus padres y disfrutando una mesa plena de comida y afecto. Qué lejos quedó la alegría familiar. Que lejos quedó la familia, sus voces y juegos. Papá acostumbraba hacernos juegos de preguntas para que no se terminara la materia gris. Y en la casa todos rezábamos para que esto no ocurriera. Agradecíamos los alimentos, poder evacuarlos y sobretodo por tener materia gris.
La autoridad pertinente se ha marchado, aprovechamos para divertirnos. Hemos inventado un juego de varones. Tomamos agua de un grifo que hay cerca hasta empanzarnos y luego nos ponemos en círculo. Alguien da la voz de mando y enviamos el chorro de pis lo más lejos posible. En medio de la algarabía terminamos muertos de risa en el piso, todos mojados en orina y carcajadas.
Me pregunto por qué no he muerto aún. Una voz que me escuchó pensar en voz alta me contestó en un susurro: porque perteneces al sistema de producción. Hablaba Yiddish. Era el idioma que se hablaba en casa. Mi madre canturreaba canciones muy pegadizas que me vienen a la memoria y con ellas el rostro de mi madre. Me dijeron que está viva, junto a mi hermana, que usa harapos y sigue fumando de vez en cuando. A ambas le han rapado la cabeza. No hay nada de malo. El saber la causa es lo que no me gusta. Dicen que los alemanes odian a los judíos. Y creo que no es verdad, de hecho son muy listos. ¿Por qué podrían odiarnos?
Ahora siento que tengo un nudo en la garganta. Estoy solo y me largo a llorar como una niña y no sé bien de dónde viene ese llanto ni adónde va.
Sólo sé que me sofoca el llanto, pienso en los ojos de mi madre, si tendrán el brillo del espanto.
Mi cama es un tablón a modo de camastro. Tengo una ventana que mira afuera. Desde allí veo el humito del crematorio. Es parecido al que hace mamá con su cigarro prestado. Sólo que éste tiene un hedor particular. No la nombres, -me recomendó mi primo, porque en cuanto la nombras: ¡zas!, se lleva algún conocido. Optamos por llamarla ‘ella’. ‘Vino ella y se llevó al hombrecito menudo, con apariencia de pájaro bobo y ojos de gorrión. Es que aquí había que inventarse juegos, para no perecer de angustia, eso sí, cuando habíamos terminado la tarea en el aserradero y de haber fregado pisos, servicios y botas.
El juego que más me divierte es el de poner apodos a los comandantes del ejército alemán. O reunirnos para canturrear.
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