Hacía semanas que planeaba este día con la precisión del asesino perfecto, no había dejado un detalle al azar, había contratado los servicios de un investigador privado dos meses antes, conocía las rutinas, las había memorizado como un opositor memoriza el temario, el horario, los recorridos, el punto de encuentro. Una infidelidad requiere de una planificación escrupulosa, de unos citas concertadas en horas seguras y ella era una mujer de una inteligencia sutil, con una capacidad de organización que siempre me había sorprendido (yo siempre había sido un ejemplo de improvisación), calculadora y siempre tan segura de si misma…
Aparté las primeras sospechas de mi mente, dicen que el interesado es el último en darse cuenta de la infidelidad aunque esta afirmación no es del todo cierta, siempre sabemos más de lo que estamos dispuestos a aceptar, los cambios de hábitos nos delatan que algo extraño está ocurriendo, un peinado nuevo, un perfume maravilloso que nunca se había puesto antes, una llamada del trabajo fuera de horario, ningún mensaje en el teléfono ( siempre borraba los mensajes), las reuniones en el banco indefectiblemente tenían lugar a partir de las siete de la tarde, todo eran detalles insignificantes pero aumentaban mis celos de forma enfermiza y convertían nuestra vida en un infierno cotidiano. Después los besos dejaron de ser besos, las caricias se evaporaban antes de tocar mi piel, mis manos le quemaban, y el sexo se había convertido en una obligación cada día más insoportable para ella.
En la última entrevista con el detective, por fin aparecieron las pruebas concluyentes, un informe detallado de los encuentros en un pequeño “meuble” de Barcelona cada jueves a las cuatro de la tarde, una fugaz cita semanal a las 7 de la mañana antes del trabajo en el parque del oeste y una selección de fotografías que se clavaban en mi corazón como puñales afilados. Él ni siquiera era la clase de hombre que me hubiera hecho acomplejar, un individuo de mediana edad, quizás mayor que yo, que bien podría haber sido el contable de un supermercado o un comercial de material de oficina, nada especial.
Esa mañana temprano, a las seis y media ella salía de casa para tener la cita con su amante, me dio un ligero beso en los labios antes de salir y los detalles de su coartada
.- Recuerda que hoy no vendré a comer y que llegaré tarde por la noche, es jueves y tenemos la reunión de objetivos semanales en el banco.
No le contesté, nunca lo hacía, pero ella sabía que el mensaje se había recibido en mi onírico subconsciente.
Inmediatamente en pie me puse unos pantalones una camiseta y me acerqué al trastero donde había escondido el arma en una pequeña caja de cartón, revisé que todo estuviera en orden, cogí las fotografías y las deposite en la caja. Salí corriendo cuando ella doblaba la esquina de la calle y la seguí sigilosamente hasta el parque, allí la esperaba él, en un pequeño banco, en uno de los rincones más recónditos. Como dos chiquillos enamorados se fundieron en un beso interminable, yo nunca la había visto besar de esa forma, mientras les observaba en la distancia la vi reír como nunca la había visto reír y abrazarle como nunca me había abrazado.
Sigilosamente me acerqué hasta ellos, mientras con una mano sostenía el arma y con la otra estrujaba con rabia las fotografías que llevaba clavadas en mi alma, me armé del valor con el que se arman los toreros cuando están en el momento de la suerte suprema y al amparo de la oscuridad de la madrugada le acaricié el cabello por última vez mientras se giraban sorprendidos como dos adolescentes en pecado, casi sin tiempo a reaccionar levanté el arma y dirigiéndome a el le dije
.- Cógela, es una rosa roja, son sus preferidas, si quieres mantenerla a tu lado muchos años planta rosales en vuestro jardín y no dejes de cortarle rosas frescas cada mañana.
-Con una rosa roja la había conquistado 15 años atrás en el mismo parque (en una ciudad pequeña los lugares siempre son comunes), una tarde de verano al salir de la universidad ella me preguntó mirándome fijamente como pensaba seducirla, y a mi se me ocurrió buscar el arma más poderosa que podía encontrar un chico de 20 años, corté con mis manos una rosa roja de uno de los rosales del parque, se la entregué y aquel día pensé ingenuamente que la había hecho mía.
Quince años más tarde aquella mirada desafiante se había convertido en un mar de lágrimas, él apenas si podía balbucear alguna disculpa absurda, les dejé suavemente las fotografías en el suelo y entonces entendí mi derrota, había entregado mis armas al enemigo y había rendido mi ejército. Me fui lentamente con la amargura del derrotado, pero con la certeza de que ella sería por fin una mujer feliz. |