Sonaban las doce en el reloj de la mansión, resonando como campanadas siniestras, que se perdían entre las sombras y las puertas entreabiertas que se movían con el viento.
El niño seguía despierto, su mayor temor, aún peor que el hecho de que apagaran las luces de la habitación y los pasillos, era el de que, después de que eso ocurriera, él todavía no se hubiera dormido.
Se cubría la cara hasta las cejas con las mantas, finjía estar dormido, y susurrando, le rezaba a ese dios tan lejano que debía escucharle desde alguna parte. Luego, se decía a si mismo que no iba a escuchar nada, que no había nadie ni nada en el pasillo, que las otras veces habían sido sólo sueños, como Carolina le había dicho, y cuando ya casi se había convencido a si mismo, la madera del suelo del corredor comenzó a crujir. Eran los pasos, leves, como si lo que fuera no quisiera ser escuchado. Podía tratarse del ama de llaves, algunas noches pasaba por allí de camino a su cuarto, pero ese olor a flores marchitas era inconfundible. La puerta se abrió lentamente, dejando ir aquel ruido metálico tras el que se escuchaba aquella sofocada respiración.
Sebastián apretaba los párpados con fuerza, y respiraba más fuerte para tratar de creer que era el sonido de su aliento. Sentía el frío, aquello se acercaba aunque no lo estubiera viendo, entonces volvió a rezar con más fuerza pero mentalmente, pididendo dormirse y que terminara la noche, tratando de no oír pero escuchando inevitablemente. Ya podía sentir en la nuca aquel álito terrorífico, podía incluso sentir una mano espectral a tan solo unos milímetros de su espalda, pero no podía gritar, no debía saber que estaba despierto, pero aquello, fuera lo que fuera que le atormentaba y bagaba por los pasillos de la vieja mansión desde que la familia llegó, lo sabía.
Cuando el sol salió Sebastián llevaba dormido varias horas, la puerta de su cuarto estaba cerrada, y los pasillos del caseron vacíos. |