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Tengo el mismo derecho que usted a estar aquí. Lo dice ya con el corazón acelerado, nervioso pero firme. Dos segundos después, el guardia de seguridad lo golpea en la cara, y Luis cae al suelo, con el rostro manchado de sangre y una ceja abierta.
En ese momento, nadie sale por la boca de metro así que durante unos segundos quedan ellos dos, mirándose, en el silencio que ni siquiera interrumpe el sonido de algún coche.
No vuelvas por aquí, basura. Luis se levanta y busca el pañuelo entre los bolsillos. Se aleja despacio, murmurando, hijo de puta, apretando los puños, como si fuera a volver para aplastarle la cabeza a ese chulo, a ese gorila engominado, con veinte años menos que él. Pero sabe que no va a volver, nunca en su vida se había pegado y bueno, esta ocasión tampoco podría llamarse así, ni siquiera ha repelido el golpe.
Son casi las doce de la noche y no se ve a nadie, al caminar oye sus pasos y su respiración todavía agitada. Sin querer, pisa dentro de un charco. Se ha mojado el pantalón. Siente frío, y le duele la cabeza. Es extraño, el sabor salado, como si la boca también sangrara.
Ha tenido un día horrible. La fatal idea de ver todo lo negativo de la vida cuando algo te va mal. Sabe que su matrimonio se está hundiendo, que su mujer sería más feliz si algún día la sacará a cenar, si de nuevo pudieran comprar un coche. Y todo eso, porque en algún momento las cosas se torcieron. Ahora se gana la vida en el trabajo más sencillo del mundo, repartir propaganda en las salidas de metro, recoger los folletos, meter todo en la mochila y entregarlo hasta que se acabe, unas tres o cuatro horas al día. Sus estudios de Psicología sólo le han servido para saber a que personas y a cuales no podría interesarles la maldita propaganda.




Un mal día, sí. Por eso, cuando terminando los folletos, subió un hombre con un uniforme marrón, ni siquiera se dio cuenta de que era un guardia de seguridad. Le tendió el papel. El chico lo había cogido tirandolo al suelo, mientras miraba a Luis,
desafiante. Cuando se fue, Luis le oyó murmurar, que pesado, o algo así, y sin querer, le recriminó sus palabras.
Un respeto, estoy trabajando.
¿Como? ¿Me hablas a mí?
Sí, digo que hago mi trabajo como tú el tuyo, Si no quieres ver el papel, no lo cojas y punto.
Luis se sorprendió al escucharse tan convencido, tan ajeno a lo que era el Luis de los últimos años.
Vamos a ver, viejo, no te confundas. Mi trabajo es serio y el tuyo es dar la brasa a la gente que tiene que buscar una mierda de papelera para tirar eso.
Es igual de digno, contestó, aunque ahora bajando la mirada.
Vamos, hombre, tú lo que eres es un perdedor y te diré más – dijo elevando el tono- piraté, no quiero verte por aquí en una temporada.
Luis se acercó un poco más y mirándole a los ojos le respondió que tenia el mismo derecho que él a estar ahí.
Lo peor de todo es que cuando llegue a casa verá a su mujer, ya acostada, fingiendo dormir, el mismo juego siempre, la misma pantomima. Y sin embargo, ella está despierta. Lo espera. Mientras friega los platos, le da vueltas a como va a decírselo. Que llegue tarde se lo hace más fácil porque está convencida de que se habrá entretenido hablando con cualquiera, el muy cobarde, con tal de no volver a casa.
Quiere hablar con Luis, mostrar los motivos para abandonarle. No va a mencionar a una tercera persona, la que siempre existe, real o imaginaria, la razón y causa de la huida.



Luis camina hacia su calle todavía con el pulso acelerado. Trata de recordar el momento en que ha recibido el golpe, saber como paso de estar discutiendo a estar tendido en el suelo, con la mano llena de sangre.
La puerta se abre y ella, espera sentada, en silencio, frente al televisor, deseando que él la diga hola desde la puerta, que al menos finja que se siente feliz de estar en casa. Luis enciende la luz de la cocina y empieza a cenar. Sólo se oyen los aplausos del concurso que ella está viendo. Se siente culpable, y va a la cocina, tal vez, quiera que le sirva un vaso de vino, piensa.
Luis no vuelve la cabeza al oír los pasos de ella. Pero no puede disimular la herida en su rostro, el ojo hinchado, y las manchas de sangre por el hombro. Ella se asusta y se acerca a él, acariciando su cara, pero cuando comprueba que sólo tiene un corte en la ceja, llena la cocina de insultos.
Te has peleado, ¿verdad?¿ Por que? Dime, no te basta con hundir mi vida sino que ahora quieres destrozar la tuya. Estoy harta, Luis, harta de soportarlo todo.
Él no responde. Respira lentamente, como un animal herido, y luego se levanta. Vacía la botella de tinto en el vaso, y después, sigue cenando. Sabe que han llegado al límite pero se ha propuesto no responder a ninguno de sus reproches.
Esto no funciona, tenemos que hacer algo.
Después de un momento, Luis tose y dice, con voz entrecortada, no soy un perdedor, sólo quise dejárselo claro.
¿De que me estas hablando?, pregunta ella.
Entonces Luis cuenta lo que acaba de suceder
Ella no se atreve a interrumpirlo. Las luces de la casa están apagadas, las palabras lentas y masticadas, el olor de la cocina recién fregado.
Déjame que te cure eso. Luego, vamos a ponernos una copa y hablamos.
Hablan de su hijo, le marchan bien las cosas en su restaurante, claro, no le pedirán dinero, eso sería lo último, hablan del frío que está haciendo todavía en Madrid aunque ya estemos en primavera, hablan de que él pueda encontrar otro trabajo, algo mejor pagado.
Ya no se oye el ruido de la ciudad cuando han terminado la botella de ginebra. Están un poco borrachos, como dos adolescentes que necesitan el alcohol para ser sinceros. No se besan, sólo se dan la mano, pero eso basta. Y Luis, se ríe, relajado.
¿Sabes?, llegué a pensar que me dejarías por otro...
Ella besa su frente.
Vamonos a dormir, Luis. Mañana es Lunes.

Texto agregado el 19-04-2004, y leído por 155 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
19-04-2004 !Ey¡, que buen cuento, esas serian las mejores palabras (aunque pocas lo se) para definir la buena lectura que acabo de hacer. Me gusto la forma con que pintaste todo. Excelente valquiria
 
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