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Inicio / Cuenteros Locales / cronopio_inconstante / Pañuelo naranja.

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Después de la última función buscó confundido la salida del cine. Asqueado por las cuatro horas de films en continuado a las que se sometió esa noche de jueves. Quizás por eso no vio la figura que a su espalda dudaba en acercarse, aunque la intuyó. Quién sabe porqué, tenía una facilidad para darse cuenta cuando lo observaban, de modo que se detuvo en un costado del hall.

— ¿Tenés fuego?— Una voz tersa, expresiva, aun a través de dos simplísimas palabras. Se dio vuelta al tiempo que buscaba el encendedor. Agradeció a todas las deidades en las que no creía el llevar uno encima. Cuando el nerviosismo lo vencía, suplicaba cigarrillos a algún compañero, o compraba por ahí, sin hábito, como casi todo lo que hacía.

—Perdonáme el atrevimiento, pero me muero de ganas de fumar y ahí dentro podía llegar a armar el infierno del Dante.

Andrés escuchó sorprendido, maravillado por la ocurrencia. Le ofreció el encendedor, un simple Bic, al tiempo que la contempló brevemente, sin que se convierta en una minuciosa inspección de pormenores. De mediana estatura, parecía contrastar con todo lo que hubiera podido esperarse en ese continuado de Lavalle. La armonía de sus facciones no devolvía perfección a la vista, pero innegablemente invitaban a seguir mirándola. Sus ojos grandes y marrones no parecían turbados como los suyos después del despilfarro visual de las películas. Su fisonomía transmitía inseguridad, de aspecto retraído, aunque cálida. Con una sonrisa que le permitía perderse en el fondo de su boca con la mirada.
Ella parecía dispuesta al intercambio, comenzó preguntando que le habían parecido las películas. Con algo de miedo a ser terminante en las respuestas, se propuso ser afable, pero esquivo.

—Y… mirá, te soy sincero: son muy distintas las dos, una es la gran parafernalia y la otra puede dormirte después de tres jarras de café — Ella lo miró un segundo antes de responder:

— Pensaba lo mismo… son muy distintas una de otra, pero qué sé yo… no me desagradaron, por lo menos salí un rato. Estoy harta de no hacer nada.

Sonrió tímidamente, mientras desviaba la mirada en dirección al suelo. En el pequeño manual del seductor aficionado de Andrés eso era un coqueteo pero hacía rato que no lo revisaba, y menos aún lo ponía en práctica. Le preguntó su nombre, como si fuera algo casual, la respuesta colmó sus expectativas: “Lucía”, le pareció tan acorde, tan poético y conciso que se dio cuenta que esa chica con esa fragilidad dudosa tenía un par de cosas que él siempre había buscado y que a sus veintidós años se había resignado a no encontrar. Contestó su lógico y previsible “Andrés” ante el retruque inquisidor de ella.

¿Cómo continuar el diálogo? ¿Cómo forzar una situación que invitara a seguir con ese casual encuentro y prolongarlo por ese instante de tiempo que llevara de lo circunstancial y efímero a lo ulterior? No lo sabía. No poseía la facilidad de pronunciar esas mágicas cuatro palabras: “¿Vamos a tomar algo?” de forma inocente y desinteresada.

Entonces, la primera sorpresa: un desconocido ánimo subió repentinamente por su espalda, atravesó su cuello y se apoderó de su boca para soltar, con toda naturalidad un "te invito un café, ¿querés?". Instantáneamente, ese ánimo se convirtió en un escalofrío que bajó por el camino inverso mientras pensaba "un café a las nueve y media de la noche, soy oportunísimo".

— Claro, pensé que no me ibas a invitar más — sonrió otra vez, dejándolo pasmado - conozco una café acá cerquita, sirven un capuccino bárbaro.— Le estaba facilitando enormemente las cosas, se dijo que por una vez tenía abandonar su estúpido pesimismo y no solo dejarse arrastrar, sino tomar un poco de iniciativa, que a las mujeres no les gustan los hombres quedados, que si no se despertaba un poco no lograría nada, y finalmente, que si no dejaba de repetirse frases hechas y no soltaba una palabra, la aventura iba a durar muy poco. Demasiado tarde para empezar, ella volvía a quebrar el silencio, ese muro que le costaba tanto derribar:

— ¿De qué hablaba la gente cuando recién se conocía? Ya me olvidé... ¡Ah, ya sé! ¿A qué te dedicás? — Dijo todo entre risitas, divirtiéndose con una situación que tenía a Andrés nervioso por demás. Mientras caminaban las tres cuadras que los separaban del bar aprovechó el trayecto para observarla un poco mejor, observó sus pasos, el movimiento de su ropa al moverse. Mirando el humo del cigarrillo que ella fumaba, su mano alejada, que sostenía esa pequeña brasa.

— Me quedé sin trabajo hace poco. Estaba en una confitería, de mozo.

— Epa, y nos permitimos lujos. — Ella vio su boca torciéndose en una mueca poco sutil y agregó enseguida:

—Perdoná, no quise...

—No, no te preocupes, me tomaste por sorpresa nada más... — y agregó, esperando algún efecto — desde hace quince minutos, masomenos, ya me voy acostumbrando.

Su risa era franca. La clave estaba en jugar, con las palabras, con la situación, jugar con ella y consigo mismo y sobre todo dejar de pensar. Llegaron al bar, sobre Esmeralda.

— No te pregunté, ¿a qué te dedicás vos?

— Vivo con papá y mamá, ¿no te diste cuenta que soy una nena todavía? — El brazo de Andrés quedó estático sosteniendo la puerta de vidrio, tardó mucho en darse cuenta que Lucía le estaba tomando el pelo, incontables segundos, hasta que se distendió y soltó una risotada de alivio indisimulable a la vez que ella le palmeaba el pecho entre carcajadas — Una nena crecidita, si me preguntás. — La cara de Lucía se iluminó.

—Ah, pero qué bonito, ¿y por qué tendría que preocuparte mi edad?, mirá, hay una mesa allá. — Su dedo señalaba un rincón con sillones, buena señal.


El lugar era francamente oscuro, era innegable su encanto pero no dejaba de tener ese tufillo a trampa barata, a tugurio más propicio a amigotes con whisky o tragos largos de batidores plásticos que cafés con morochas delicadas. Andrés tenía su chapadura a la antigua: que primero te invito de día, que después caminamos, que nadie vaya a pensar mal. A una chica respetable hay que respetarla, aunque sea no tocarle ni un respetable dedo de su respetable mano, que lo parió, tanta boludez de protocolo, tanto protocolo de boludos. Tanto buscar el momento que no existe, lo pensaba al tiempo que se recriminaba. Empezó él con la observación del ecosistema que los rodeaba, fauna incluida:

— Hay más clima de cerveza que de café, no me lo niegues.

— Eso no te lo niego, ahora no me niegues vos un cigarrillo, se me terminaron.

“Impresionante, encima de ligerita, fuma como un escuerzo”, era la voz de su sacrosanta madre surcándole la frente, cuestionando todo aquello de lo que él jamás se quejaría. Pensó inmediatamente que su vieja era más machista que muchos de los tipos que frecuentaban el bar de Jorge, ese hijo de puta que lo largaba justo ahora. Claro que ya estaba buscando laburo, la comida no aparecía por generación espontánea en la alacena de su monoambiente —”Qué despelote que tengo en el departamento, así no podría llevarla a ella, ni a nadie” — Mal momento había elegido Andrés para ponerse a pensar en la vieja, en su condición de número desempleado y en el orden de objetos y ropa sucia a veinte cuadras de ahí. Lucía lo miraba, implacable.

— ¿Y? no me irás a dejar con las ganas de fumar, mirá que le puedo pedir un pucho a cualquiera acá pero prefiero hacerte ese favor a vos. — Sintió la estocada, como los toros de los ruedos, en lugar de amilanarse se envalentonó. Ahora empezaba la corrida de verdad, ¿Parecía ella una torera? De momento, no.

—La verdad es que no fumo, llevo fuego por llevarlo. De vez en cuando aparece como por arte de magia alguna morocha de rulos con cara de ángel y sería una pena no estar preparado con un pedacito de infierno en el bolsillo, ¿no te parece? — Los ojos cálidos de Lucía se iluminaron, opacando la vela barata que había en la mesita que los separaba.
¿Habían aparecido los duendes? Esos que hablaban por Andrés cuando se dejaba llevar. Esos que abrían y cerraban los labios al unísono, marcando con ritmo y sin miedo las palabras precisas. Esas que no existían, que se inventaban cada vez a sí mismas llamándose unas a otras, discretas y sigilosas.

Era el momento. Deslizó despacio su mano a través de la mesa hasta alcanzar la de ella, acariciando sus dedos con calma. La sonrisa de Lucía fue distinta esa vez. Andrés hubiera jurado que se ruborizó, pero la media luz le impedía saberlo. Tuvo la certeza de que algo había cambiado, ella ya no parecía segura. Su voz era temblorosa cuando le dio un “Gracias”, y él ya no se sentía incómodo. Los papeles habían cambiado. El mozo llegó con la cerveza y los vasos.

— Aunque no lo creas, me dejaste temblando, pero necesito un pucho urgentemente, esperáme que ya vuelvo.


—Te espero.

Lucía se levantó rápidamente, sin haber tocado su vaso, se acomodó la cartera y empujó la puerta alejándose en dirección a Corrientes.
Andrés supo que ella no volvería, no necesitaba que los duendes se lo dijeran: la torera tuvo miedo, pero no había plaza de toros ni muchedumbre que la silbara, no habían claveles blancos ni pañuelos naranja que reconocieran el coraje de Andrés, no hubo suerte suprema ni estocada. Sólo estaban esos dos vasos de cerveza sobre la mesa sucia, y la certeza de que habían escapado a sus embates. Le dio un beso largo al porrón y se fue. Que los duendes pagaran esta vuelta.

Texto agregado el 05-05-2008, y leído por 119 visitantes. (0 votos)


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