El pavimento gris, húmedo, condensaba el frío y lo relanzaba contra la ciudad en la noche que tres horas antes había empezado. Las manos se guarecían. Las pocas caras transeúntes miraban hacia abajo, abandonadas a la resignación. Las bombillas de las casas proyectaban pálidos rayos de luz sobre los andenes deshabitados. En los antejardines, las flores dormían. Y una anciana, despojada de ropas y de conciencia, tiritaba.
La vi de pronto. Macilenta, convertida en feto setenta años después. Inocente, desemparada. La piel fofa. Me acerqué lento. Cauteloso. Mis manos dejaron vacíos los bolsillos del pantalón y quisieron palpar. Cabellos largos, cenicientos y desordenados, cubrían el rostro. Nadie, absolutamente nadie, sólo yo, la había encontrado. Tras los vidrios de la ventana se escuchaban las voces con los últimos comentarios de la jornada. Se deseaban felices sueños. Ninguna música servía de atenuante.
Miré en derredor, en busca de un auxilio. Transcurrieron ínfimos instantes eternos y recordé al santo de la leyenda que había bajado del brioso corcel y cedido su capa a un mendigo. No tendí más que mi vista asombrada sobre el cuerpo ajado. Corrí, sí, los trescientos metros que me separaban de la casa. Mi padre no había llegado y mi madre me sugirió llamar una radiopatrulla, al tiempo que me regaló una cobija de algodón.
Ganador del concurso de cuento de las revistas GO y Libros y Letras, entregado en la Feria del Libro de Bogotá, el 4 de mayo de 2008.
Este cuento forma parte del libro “Se robaron Monserrate”, por lo que debí bajarlo de la página. Para terminar de leer el cuento, encuentra el libro en
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Javier Correa Correa
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