Abrí los ojos sobresaltado, con la imprecisa idea de que un ruido extraño había interrumpido mi sueño. Agucé el oído, conteniendo la respiración. Sólo percibí el más absoluto silencio en medio de la densa oscuridad.
Procurando no hacer ruido, me enderecé, alzando la cabeza, y traté de mirar alrededor. La oscuridad era profunda. Mi reloj biológico, de cuya precisión siempre me jacto, me indicó que era apenas pasada la media noche. Todos mis sentidos se pusieron en alerta tratando de percibir la menor señal de alarma. El único sonido, que en ese momento me pareció ensordecedor, era el de mi corazón que latía con fuerza.
La lógica impuso a mi cerebro la razón: todo estaba sereno, algo en mis sueños había sido, seguramente, lo que me despertó. Me dispuse a volver a dormir. La respiración de mi esposa, acostada a mi lado, era tranquila y pausada.
El cansancio, como sucede a veces, me estaba dificultado conciliar el sueño. El día anterior habíamos tenido una intensa jornada de trabajo. La mudanza, a pesar de la ayuda de nuestros familiares, había resultado extenuante. De manera eficaz y comedida, las sobrinas de mi esposa ayudaron a empacar la ropa y demás utensilios domésticos; mi primo Luis proporcionó su camioneta y sus hijos ayudaron a cargar y descargar los muebles y todo el menaje de casa en entusiasmados y sucesivos viajes. Todo se hizo el mismo día y, aunque nada estaba colocado en su lugar definitivo aún, sí había sido transportado a la nueva morada para dejar vacía la anterior y entregarla al nuevo propietario. Ahora viviríamos en una residencia más grande que, mediante unos arreglos, que planeábamos a futuro, sería mucho más cómoda.
Por fin teníamos un lugar donde vivir que, por su amplitud, se adecuaba a nuestras necesidades. La familia había crecido en número y aumentaba a grandes pasos en edad. Los hijos habían podido acomodarse, cuando niños, hacinados en un par de camas y en una misma habitación, pero ya se acercaba su adolescencia y llegaría un momento en que necesitarían cierta privacidad y un espacio mayor. Además, a la abuela, aunque sobrellevaba con entereza los achaques de su vejez, no podíamos tenerla ya confinada en el cuarto de servicio; ahora tendría, junto a las nuestras, su propia habitación.
Cuando llegamos, con el último viaje de acarreo, algunas mujeres vecinas se acercaron a saludarnos Entre las frases de bienvenida, una de ellas, expresando, aparentemente, el sentir de las demás, comentó:
¡Qué bueno que llegan ustedes a vivir aquí! No nos gustaba tener en el vecindario una casa vacía, estuvo así durante tanto tiempo que hasta decían que estaba embrujada. Aseguran que algunas noches se escuchan ruidos extraños y se ven, por las ventanas, sombras y luces que aparecen y desaparecen misteriosamente.
No esperará que creamos historias de fantasmas en pleno siglo veintiuno, señora atajó mi esposa con firmeza Esas cosas no suceden. Son historias de épocas pasadas creadas por la fantasía de gentes ignorantes, supersticiosas o cándidas. Nosotros rechazamos esas creencias. Pero, ya que lo menciona, voy a pedirle un favor, no haga esos comentarios delante de los niños; ni tampoco con la abuela, porque ella es muy dada a llenarles la cabeza de fantasías, con relatos de espectros y apariciones y eso no me parece sano.
Al recordar justamente esas palabras, el ruido se volvió a repetir. Era un sonido sordo, apagado, como de alguien que trata de desplazarse con esmerada precaución, una especie de pasos cautelosos que avanzaban a través de la habitación. Juro que soy un hombre realista y sensato, y me precio, además, de no ser cobarde; pero, inexplicablemente, un escalofrío recorrió mi cuerpo. Intenté razonar: aquello no podía ser verdad, lo estaba imaginando o, tal vez sí, sí era real, pero era
una llave que goteaba... algún objeto que, mecido por el viento, golpeaba, por fuera, la pared o
¡No! ¡definitivamente no! El sonido no era el que produce una gota de agua y el ruido se oía dentro de la habitación; además, se aproximaba hacia mí, con alguna lentitud, pero sin dejar de avanzar. ¿Algún extraño se había introducido a nuestro domicilio? ¿Con qué intención? Ninguna buena, desde luego, por lo que había que prepararse para actuar.
Sentí un intenso hormigueo en todo el cuerpo, mi sangre dejó de circular y mi corazón de latir durante unos segundos para continuar después haciéndolo en forma acelerada.
Mi razón, que pugnaba por seguir trabajando, aseguraba con firmeza que eso no era un fantasma; que todo sucedía por una razón lógica que no lograba definir, pero que debía descubrir de inmediato.
Los golpes que yo identificaba como pasos siguieron avanzando, ahora con premeditada discreción. En algún momento se oyó como si algunos de esos pasos se dieran arrastrando los pies. Mi cabeza intentaba razonar, mientras la sangre palpitaba fuertemente en mis sienes. Me preguntaba qué hacer y no encontraba la respuesta inteligente a esa pregunta.
Los ruidos cambiaron de dirección, eran pisadas que avanzaban con excesiva cautela y que ahora se dirigían hacia el muro que estaba atrás, a mi derecha. Ahí se incrementaron con un casi imperceptible roce en la pared y continuaron acercándose, inexorablemente, a la cabecera de mi cama.
Empecé a vislumbrar ¿o a imaginar? una silueta confusa, oscura, que se deslizaba amenazadora, tenebrosa y encorvada, como flotando en el aire, acercándose lenta, pero implacablemente. No le faltaba ya mucho para llegar a mi lugar. Tenía que hacer algo de inmediato.
Intenté moverme y mi cuerpo no me respondió; estaba completamente paralizado. Me encontraba aterrado, inerte y sin defensa.
Hice un esfuerzo y, levantando mi brazo en actitud defensiva, con una voz que pretendí sonara fuerte y llena de energía, pero que salió débil, temblorosa y apagada.
¿Quién anda ahí? Pregunté tartamudeando mientras esperaba, temeroso, la respuesta.
¿Quién es? Repetí, casi gritando, y el temblor incontrolable de mi cuerpo se reflejaba en mi voz.
Después de unos interminables segundos, una voz pausada, grave, casi en secreto, me susurró al oído.
No te asustes, soy yo. No podía dormir y vine por mi libro de oraciones que dejé, sobre la mesa, en el centro de esta habitación; sólo que, con la luz apagada y en una casa a la que no estoy acostumbrada, me perdí y no encuentro el camino a mi cuarto.
Era la voz de la abuela.
Respiré profundamente, encendí la luz y la abracé mientras trataba de controlar un ataque de risa nerviosa, esperando que no se percatara de la sudorosa humedad de mi cuerpo, que delataba mi ya desaparecido temor.
¿Y ora tú? ¿Por qué tan cariñoso? Me preguntó sonriendo extrañada.
Reza por mí, abuela Le contesté.
Me dio su bendición, me palmeó la cabeza con una caricia torpe de su mano añeja y salió, con su paso cansado y lento, de la habitación.
Mi esposa continuaba profundamente dormida.
Unos días después, la abuela, al cumplir sus noventa años de edad, mientras musitaba tenazmente sus plegarias con el libro de oraciones entre las manos, cerró los ojos, se quedó plácidamente dormida y no volvió a despertar.
Hoy, cumplimos justamente un año de vivir en esta casa y al llegar la noche y apagar la luz, el recuerdo de la anciana y querida abuela se ha hecho más vívido y más intenso mientras el sueño se va apoderando de mí.
Repentinamente
abro los ojos sobresaltado con la imprecisa idea de que un ruido extraño ha interrumpido mi sueño. Aguzo el oído, conteniendo la respiración. Sólo percibo el más absoluto silencio en medio de la densa oscuridad.
Procurando no hacer ruido, me enderezo, alzando la cabeza, y trato de mirar alrededor. La oscuridad es profunda. Mi reloj biológico, de cuya precisión siempre me jacto, me indica que es apenas pasada la media noche.
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