El anciano y La rosa.
Emilio Hernández.
Había sidó un día pesado; caminaba por aquella hermosa ciudad, arrastrándome literalmente, aunque la calle era única y la lluvia hacía que aquella noche tuviera una magia especial, dentro de mí se desataba una tormenta -estaba harto, sólo deseaba descansar.
La hermosa calle adoquinada, los faroles que la flanqueaban dando una luz tenue, hacía lucir aquella vista hermosa. En una bella ciudad de canteras rosas y construcciones de la época colonial contrastaba con mis sentimientos; yo sólo quería mandar todo al carajo. La gabardina que me cubría y el paraguas no eran suficientes para impedir que aquella lluvia me empapara, la verdadera humedad estaba en mi alma, caminaba de forma automática, como si quisiera que todo terminara de una vez. Así el agua continuó cayendo de forma torrencial, la humedad externa me calaba hasta los huesos y se amalgamaba con la interna; causándome una profunda desolación.
Decidí cruzar la calle; extrañamente del otro lado, en medio de las hermosas casas; se encontraba una humilde choza de paja, de estructura precaria. En el interior, de forma apenas perceptible una leve luz me llamó poderosamente la atención, me sentí atraído de forma inexplicable.
Di un paso tras el otro; mis pies empapados me llevaron hacia el interior de la choza, era algo increíble, la choza estaba totalmente bañada por chorros de agua, debido a la pobre construcción, en medio había una mesa que hacia juego con el entorno, sentado a esta, un anciano con aspecto pacifico y sabio, no obstante estar en ese humilde hogar; se encontraba tranquilo; con los ojos cerrados. Frente a él una vela de intensa luminosidad a pesar de su fragilidad. Di un paso al frente, y el anciano ordenó:
-¡Siéntate!.
Yo quise hablar; cuestionar. Todo aquello me parecía sorprendente.
Pero sólo repitió.
-¡Siéntate no preguntes, sólo siéntate!.
-¡Hay veces que debemos parar, sólo callar sin preguntar, dejar que la vida siga, te lleve, trata por una vez en tu vida de no querer tener el control, así que; siéntate y calla!.
El día siguiente fue increíble, mi tempestad interna se había terminado, estaba lleno de energía, totalmente en paz, entonces decidí agradecer al anciano que me había dado un refugio en medio de aquella tempestad, caminé por aquella bella ciudad retomando mis pasos, cuando llegue al sitio; ya no estaba la choza, sólo estaba; un enorme jardín y en medio de este; una radiante rosa.
Emilio Hernández
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