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La lluvia no cesaba. El camino, cortado por el muro vertical de agua, parecía corto. Mi viaje continuaba cansino y solitario por esas carreteras perdidas por el tiempo y el desinterés. La radio, mi única compañera de viaje, empezaba a abandonarme, confundidas sus señales en los laberintos de esas serranías. La apagué. No faltaba mucho, me lo dijo esa cruz blanca al final de esa curva. Curva asesina de sueños e ilusiones. Curva esclavizante. Maldita curva. Tal vez si hubieran puesto esa cruz antes, no estaría hoy aquí, pensé. El poder de esa cruz no menguaba. Todavía era capaz de estremecerme y de tumbar los muros que la memoria levantó alrededor de lo que en ese mismo lugar sucedió. Todavía podía traer ante mis ojos la imagen de ese carro, tan conocido para mi, ardiendo treinta metros más abajo junto al río en el que tantas veces me bañé. Esa era la peor parte del viaje. Si hubiera otra forma de llegar la hubiera tomado, pero en este pobre país el que existiera una manera de llegar, era ya un lujo. Serpenteante continuaba mi andar, entrometiéndome en la vida e historia de todos mis antiguos vecinos, ya que ellos también tenían sus respectivas cruces blancas en prácticamente cada recodo del camino. Un frío campo sembrado con flores de la muerte era éste. El camino se dividía después en dos. El de la izquierda era la entrada a mi pueblo. Apenas eran visibles la iglesia, elevada en esa colina, y las luces de las casas, que la niebla y el agua hacían bailar. Al lugar donde me dirigía lo envolvían nubes densas y bajas. Era un lugar misterioso, tan temido como desconocido por todos. Solo yo no le temo. Lo aborrezco, pero no le temo. Lo necesito. Nunca podré explicarte qué pasa ahí adentro. No lo se. Pero desde esa noche después del accidente en la que corrí sin rumbo y sin miedo, intentando huir de este dolor que me posee hasta hoy… Algo me unió a ese alucinante lugar. Ya había llegado. Buscaba la desvencijada puertita trasera que había abierto tantas veces con el pulso temblando y sin aliento suficiente para emitir ni siquiera el sonido que me delataría y me obligaría a huir de ahí. Esa vez no fue diferente. No era miedo. Era ansiedad. La ansiedad del joven frente a su primera mujer. Casi nada había cambiado. Las plantas seguían creciendo a su antojo alrededor del árbol que buscaba. Árbol centenario que estuvo y estará en épocas de gloria y de victoria, compensando así este oscuro túnel que transitamos juntos. Caminaba directo hacia mi árbol. La ansiedad no admitía titubeos. Con más esfuerzo que el año anterior trepé las robustas ramas y removí el follaje. Brillante como una gema colgaba en el mismo lugar que siempre. Estiré mi mano para cogerla y con fuerza la jalé. Sentí en mi mano lo que sienten los ojos cuando ven directo al sol. Un bramido surgido de los más negros acantilados retumbó contra el cielo y volvió a bajar. La solté, adolorido. Era el dolor acostumbrado. Otra vez había viajado en vano. Este lugar me seguiría esclavizando. Mi piedra preciosa todavía no estaba madura. Mi felicidad todavía no me pertenecía.

Texto agregado el 01-05-2008, y leído por 77 visitantes. (2 votos)


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