En una aldea lejana, un joven se aprestaba a abandonar la casa de sus padres. Su abuelo, quien lo había criado desde pequeño, no disponía de medios económicos por lo que no podía darle apoyo material; así que cuando el joven se despidió de él, le entregó dos cartas como únicos legados diciéndole: "Úsalas sólo cuando te encuentres en reales dificultades; ábrelas una en cada oportunidad. Es lo único que te puedo brindar para tu largo camino; sé que te servirán".
El joven, triste por la despedida definitiva y esperanzado por el mañana que perseguía, se enrumbó a enfrentar el horizonte sin mayor posesión que unos pocos trapos y dos cartas que atesoraba. Conoció lejanos pueblos, aprendió sus lenguas, ignotas para la mayoría de mortales, y habló con ellas para conocer nuevas gentes y costumbres, y se regocijó leyendo libros escritos con alfabetos olvidados. También fue más humano y peleó en peleas que no buscó, besó a mujeres que no gustó; y en la vorágine de vivir cada día como si fuera el último, la vida le planteó un dilema aterrador: enfrentar un problema del que pensaba que no saldría victorioso o huir por siempre y vivir con la angustia alojada en su garganta hasta el fin de sus días. En ese momento de su vida, la Providencia hizo que recordara sus legados; fue así que recurrió desesperada y mecánicamente a la carta que su abuelo marcó como la primera y que éste le entregó el día de su partida.
La abrió presurosamente. En ese momento pensaba que dicha carta era alguna recomendación con algún importante potentado, las credenciales de alguna herencia, y hasta imaginó que era el mapa de algún tesoro perdido. Sólo encontró un papel con unas pocas palabras: "Inténtalo nuevamente, la solución está a tu alcance". El joven, luego de haber leído el papel, pensó que era una locura, que no le servía para nada. Pero luego de reflexionar, se dio cuenta de que no había intentado resolver la causa del dilema y que tan sólo buscó una salida rápida. Pensó en una solución y luego de meditar minuciosamente sus alternativas, enfrentó y dio solución a su problema, que por ser problema de hombre podía ser resuelto en esta tierra y en este tiempo.
Nuestro joven, con el tiempo, se hizo hombre. Conoció a la mujer que capturó sus actos e ilusiones, mujer con la que intentó hallar la felicidad. Tuvo por esposa a esta mujer y se creyó el ser más feliz sobre esta tierra cuando vio nacer a su primer hijo. Pasó el tiempo, y este hijo cayó gravemente enfermo, enfermo del alma por decepciones sufridas que acrecentó con malas decisiones, propias de su inexperiencia. El padre, como todo padre, quiso aliviar el pesar de su hijo. Recordó aquella vez cuando él creyó estar en reales problemas. Recordó a su vez lo que leyó en la primera carta; por lo que decidió buscar, aún con más ahínco que la primera vez, la solución del problema por el que atravesaba el hijo y que era causa de su angustia. En vano dedicó noches enteras en pensar como ayudarlo, no servían las influencias que había ganado a lo largo de su vida, ni el dinero ni la ciencia podían ayudarlo por que el tema del alma es materia demasiada elevada para ser entendida por los hombres. Pero no se resignó a no encontrar respuesta su pregunta, pues creía que no había agotado todos los caminos posibles en el mundo de los hombres tal como se lo aconsejó su abuelo en la primera carta.
De pronto, una risa ida asomó en su semblante. Sí, la segunda carta era lo único que podía ayudarlo. Corrió como un poseso hacia donde la había guardado. La abrió delicadamente y con prisa. Encontró un papel como el primero, también escaso en palabras como el primero, en el que leyó: "Escucha la voz del Tiempo. Esto también pasará". Lloró, gritó, rabió; pero, luego de reflexionar y buscar calma en su espíritu, encontró un segundo de lucidez en el que al fin comprendió que los pesares del alma y el paso del tiempo no pertenecen ni al mundo ni a las leyes de los hombres, que ambos son parámetros en cierta medida complementarios y que se encuentran en una dimensión ajena al entendimiento humano. Dio consejo a su hijo, quien halló resignación, e hizo del tiempo su aliado.
Nuevamente el tiempo jugó su parte; amigo, testigo, juez y verdugo. Nuestro hombre era ahora un anciano que escuchaba a su imberbe nieto decirle que había oído de aventuras allende el océano, de mejores tierras, nuevos paisajes y exóticas mujeres. En segundos, nuestro abuelo recordó pasajes lejanos de su vida, en imágenes aleatorias que llenaban su panorama mental. Dio media vuelta mientras escuchaba la voz de su nieto; indescifrable, chillona, pero que reclamaba libertad y sobretodo consejo. Buscó en una gaveta, extrajo una polvorienta caja. Encontró una llave de entre un manojo de oxidadas piezas de hierro, abrió la caja. Le entregó dos viejas cartas.
bauhaus77 – Dos Cartas
22 de agosto de 2002 |