El cielo aquella tarde era de un tono absurdamente anaranjado. El sol, que durante semanas se escondió tras las nubes había decidido salir aquel día. Justo ese día. Las calles, que durante demasiado tiempo habían permanecido desiertas, arrasadas por la lluvia, se encontraban cubiertas de piernas y de brazos y de cabezas que andaban a disfrutar de un nuevo atardecer. Iban al cine, al teatro, al parque o a la cafetería, a las terrazas y a las tiendas, iban a desgastar sus horas en las avenidas de la ciudad. Y entre ellos, ella.
Cuando leyó, en el periódico de la tarde, el titular no se lo podía creer. Ella estaba allí. En el titular de primera página. Después de tantos años, de aguantar carros y carretas pensando que todo lo hacía mal, ahí estaba. El titular por el que tanto había luchado, por el que tanto había sacrificado.
Es cierto que no toda su vida había sido un infierno de lucha. Al principio fue hermoso. Ella estaba enamorada, mucho, y él la correspondía. Sus padres no pusieron ningún impedimento cuándo finalmente él se decidió a dar ese paso que todas desean y se declaró. La boda, entre amigos y familiares, fue preciosa y su vida se proyectaba como un cuento de hadas.
¿Quién podría haber pensado en aquel momento que el cuento de hadas terminaría así? ¿Cuándo el príncipe se convirtió en lobo? ¿Cuándo empezó ella a huir sin salir corriendo? Todo iba bien hasta que…
Un bebé, el primero. Se supone una alegría para todos. Un ser viviente, con brazos y piernas, en el vientre de un amor profundo. Él sale a celebrarlo. Lo celebra tanto que al regresar a casa, ante la pregunta de ella, él responde con una bofetada. Una de tantas, una más.
Un bebé, el último. Las nubes cubrieron el cielo mientras ella se debatía. La gente dejó de salir a la calle indignados ante el final del cuento de hadas. Las habladurías sobre el lobo eran cada vez más atronadoras. Y entre ellas, él.
Cuando finalmente el sol salió, todos pudieron leer, en el periódico de la mañana, que ella se había marchado con su bebé. No se lo podían creer, pero aquel cuento nunca tendría final feliz. Se equivocaban.
Ella, sonriendo para sus adentros, volvió a leer el titular de la tarde: “Los jueces estiman a la Bestia culpable de la muerte de la Bella”. Había ganado la batalla, pues la rosa que crecía en su vientre nunca se marchitaría.
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