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Cuarenta grados

Ves un lago como un espejo lejano, siempre a la misma distancia. Luego tienes la impresión de que miras el mar y hasta crees escuchar el tumbo de las olas agolpándose en la playa. Todo es una ensoñación. Caminas delante y detrás de otros tantos que como tú darían lo que fuera por un poco de agua. Lo que fuera, porque ya ninguno de los que quedan quiere llegar, sino nunca haber llegado hasta este lugar cuyas orlas están en algún punto de Sonora y en algún otro de Arizona.
Nadie habla. Hacerlo es acabar con la poca energía que aún guardan sus cuerpos. Sin embargo, de vez en cuando se repasan los rostros enjutos y renegridos para contarse y comunicarse unos a otros a qué distancia están de extinguirse. Deambulan sin rumbo entre nopaleras, biznagas y varas prietas, deseando encontrarse con eso de lo que un día antes se escondían: la Border Patrol. Y nada. Nadie. Sólo restos de comida, una que otra botella, que se arrebatan para sorber sus últimas gotas de agua, y ropa, o pedazos de ella, señalan el camino que antes otros habían seguido para llegar al país donde todos tienen un sueño. Tú también. Lo malo es que no llegan. La marcha insiste en prolongarse y la temperatura en subir.
Ya no puedo más, alcanza a vociferar un hombre. No bien lo hace y se desploma sobre la tierra. Un ataque fulminante por insolación; su cuerpo supera los cuarenta grados centígrados y, para refrescar la piel, se le dilatan los capilares sanguíneos. Casi al mismo tiempo las proteínas comienzan a desgarrarle los músculos, mientras su sistema se va cerrando en partes, uno a uno: el hígado, los pulmones, el corazón, el cerebro. Todo en él se detiene.
Estás muy cansado para sobresaltarte y aquel hombre, del cual sólo sabes que venía de Chiapas, te obliga a detener el paso para arrastrarlo hasta la tantita sombra de unos ságuaros plagados de mayates. Desde ahí sigues con la mirada los pasos desfallecidos del ralo grupo de trasijados que se han vuelto en el transcurrir de casi tres días errando por ese lienzo seco que es el desierto. Ya nada más son ocho de diecinueve que comenzaron el viaje. Pero sus rostros cansinos aún los acompañan. Sabes que se van repartiendo la muerte en turnos.
En este punto el viaje comienza a tomar tintes enloquecedores. Por eso desistes de seguir animando a tu sobrino, y al amigo de éste, con quienes saliste de Tlacolula. Piensas que lo mejor sería que se quedaran allí, para esperar a la migra, aunque temes que puedan morir de hambre o deshidratación. O en el peor de los casos, acabar siendo alimento de coyotes y chirrioneras. Pero no pueden dejar el cuerpo de ese hombre, del que lo único que sabes es que un día dejo un pueblo cualquiera en Chiapas. Juntos deciden sentarse debajo del sol para constreñir las horas de infierno al que, voluntariamente, se han arrojado como un manojo de almas en oferta.
Desperdigados, unos optan por permanecer lejos de los matorrales, para al menos avizorar cualquier víbora o alacrán; otros prefieren correr la suerte y esconderse del rayo de sol. Sobre sus rostros tatemados reluce el cansancio y la desesperación.
Te quitas lo tenis. Tus pies están cocidos. Un leve viento revuelca miseria y tierra. De un mezquite arrancas unas ramas para mascarlas y engañar la sed y el hambre. Tiendes tu cuerpo sobre el desierto. Están perdidos en un pedazo de mundo de más de un millón de kilómetros cuadrados.
Cómo llegamos hasta aquí, piensas mientras el sol que te enceguece comienza a esconderse en el horizonte.
Nadie responde. Todos parecen pensar lo mismo pero nadie lo dice. Te sacas de entre las nalgas los quinientos dólares y la cadenita con la imagen de la Virgen de Juquila, guardadas en un trozo de plástico gracias a la recomendación de un fulano que conociste en Altar, adonde llegaste con tus dos encargos en busca de un pollero que los guiara por el desierto. El fulano también era devoto de la Virgen de Juquila y te aconsejó que guardaras la imagen junto con el dinero extra que llevabas. No me lo tome a mal pero mejor métasela en el culo, te dijo. Luego te puso al tanto de que era tiempo de sequía y cruzar el desierto sería difícil. Eso no te desanimó, sin embargo te preocupaba lo que tantos paisanos del pueblo habían dicho: ten cuidado con los polleros, porque luego los dejan allí, abandonados, a la buena de Dios. Sí, en serio, son muy hijos de la chingada, para ellos no somos gente, sino mercancía.
Las últimas cuarenta y ocho horas comienzan a repetirse en tu mente. No sabes si deliras, pero ves arbustos y piedras dobles.
Antes de aventurarse habías dejado a tus dos acompañantes con instrucciones de comprar botellas de agua, tabletas para la deshidratación, latas de atún y frijoles. Tú mientras fuiste en busca de uno de los tantos polleros que aguardan en ese lugar. Sí, compa, yo los cruzo, evrithinsur, dijo el primero y único al que le preguntaste. Mil quinientos dólares por cabeza, añadió con cinismo. Sabías que algunos cobraban hasta cuatro mil dólares por eso no lo pensaste dos veces.
Viajaste junto a otros en una Van, sobre el camino de vados y piedras que los llevaba a El Sásabe, última parada antes de cruzar “la línea”, adonde los reunieron con cientos como tú que esperaban agazapados el momento propicio. Todavía no daban las siete de la mañana cuando ya eran arreados por un desierto que, así de entrada, lucía apacible. No imaginabas lo que los esperaba una vez dentro. Caminaban y se escondían. Y de vuelta a caminar y a esconderse. Los mantenían apeñuscados en pequeñas trincheras. Una de esas escalas forzadas duró más de dos horas. Ahí pudiste cruzar palabras con una familia guatemalteca que también apostó a la suerte, o al destino, ya no lo sabes. Vamos para Nueva York, con la hermana de mi esposa, dijo el hombre que cuidaba a su mujer y sus dos pequeñas hijas. Todavía recuerdas que las abrazaba constantemente diciéndoles que pronto llegarían. Eran campesinos. Habían entrado por la frontera de Tecún Umán-Ciudad Hidalgo, en donde cazaron un ferrocarril para trasladarse al municipio oaxaqueño de Ixtepec. De ahí siguieron a Medias Aguas y, posteriormente, al Distrito Federal, para abordar un camión a Nogales. Eso contó antes de que reanudaran el peregrinaje que duró hasta que la oscuridad más profunda jamás vista por tus ojos los alcanzó.
Esa primera noche el aullar de los coyotes fue lo único que el frío les arrimaba cuando se hizo imposible el recorrido. Además, no era recomendable ir alumbrando con linternas un camino desconocido. Lo sabías. Y no bien acababan de tenderse sobre el páramo cuando otras luces paseándose a poco más de diez metros terminaron por obligarlos a detenerse a lado de una familia de mezquites. La migra, exclamó alguien y todos cayeron pecho a tierra, calladitos, sin moverse ni tantito. Cuando la luz que se movía bailando una danza absurda los alcanzó varios se levantaron y echaron a correr, adentrándose a toda prisa en la negrura del terruño, dejándolo todo, incluso al pollero. Stop. I saw someone, escuchaste que gritaban. Oculto entre los rastrojos viste apearse de la camioneta a cuatro de los seis agentes de migración. Traían linternas en la mano y pistola en los cintos. Los que permanecieron en el interior de la patrulla siguieron la marcha con la intención de capturar a los que se fugaban. Corriste con otros del grupo por esa parte del desierto que los indios Tohono’odham llaman su valle sagrado. ¡No se separen, sigan por acá!, les dijiste apagando la voz mientras corrían entre palos verdes, huizaches y ocotillos. No pararon hasta que tuvieron la certeza de que nadie venía detrás de ustedes. Cuando se volvieron a contar ya solo eran trece: once hombres y dos mujeres. La familia guatemalteca y otros dos fueron capturados. Seguían en tierra de nadie.
Poco antes del amanecer y después de haber caminado por varias horas decidieron descansar. Pensaste que en medio de tanta oscuridad eso sería lo mejor. No bien se acomodaban al lado de un montículo de tierra cuando nuevas voces aparecieron rebanando el silencio. A ver hijos de la chingada, ya se los cargó la verga. Me van a dar todo lo que traigan si no quieren quedarse aquí tiesos para que se los traguen los coyotes, dijo uno de ellos. Esta vez no era la migra, sino un grupo de asaltantes que ocultaba su rostro con pasamontañas. Fueron ellos los que violaron a las dos mujeres. Mientras todo aquello ocurría tú y los demás permanecieron hincados frente a unos ságuaros; recibiendo puñetazos y patadas, escuchaban gritos sin poder ni querer hacer nada, entregando lo poco que les quedaba a aquellos hombres. No supiste qué hacer cuando viste que a una de ellas la dejaron inconsciente a punta de golpes. Los jirones de su cabellera negra que quedaron enredados entre las biznagas el viento se los fue llevando lentamente. La otra ni ruido hizo cuando le tocó turno. Los minutos de silencio siguientes te preguntabas por qué no los habían matado. Pensabas que tal vez los hombres habían visto a la migra cerca y se fueron rápido para no correr riesgos.
Tras lo ocurrido las opiniones se dividieron; unos querían permanecer allí, con las mujeres, para cuidarlas y esperar a la migra que podría no andar lejos; otros, a pesar del frío, preferían seguir adentrándose en el desierto, aún con la ilusión de llegar a un poblado, el que fuera. Seis optaron por lo segundo. Y avanzaron con más esperanza que fuerza. Detrás de ustedes el sol despuntaba. Todo ese día y su noche caminaron sin encontrar nada. A veces tenías la impresión de pasar por los mismos lugares, todo lo veías como un polvoriento azur que se repetía cada tanto. Mordían ramas de mezquite para extraer un poco de jugo. Así estuvieron hasta que les amaneció otra vez.
Ya empieza a anochecer. Estás junto al cuerpo de un hombre del que lo único que sabes es que venía de Chiapas. No lo puedes creer, piensas que todo es un error, un truco de la mente, un mal sueño. Debimos quedarnos con las mujeres para esperar a que la migra nos recogiera, le dices a los demás, aunque los demás no dicen nada. Todos están igual que tú, tendidos de cara al cielo, con quemaduras de segundo y tercer grado en el rostro y con los pies cocidos de tanto caminar. De pronto, crees escuchar el rumor sordo de unos motores. Dudas. Aprietas en tu puño derecho la medalla de la Virgen de Juquila y los quinientos dólares. Te esfuerzas por levantar la cabeza. A través de tus párpados entrecerrados por el sol que se esconde en el horizonte ves a lo lejos una nube de polvo que se acerca.

Texto agregado el 29-04-2008, y leído por 110 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
29-04-2008 ¿tú sabías que un gato puede vivir hasta quince días dentro de un maletín piel de cocodrilo? Yo tampoco. Chancho_Mental
 
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