Al juzgar por la calle que atravieso; es el lugar mas pobre, solitario y maltratado que he visto. En toda su extensión alcanza los trescientos metros. Largo cemento descampado, humedecido por las horas, guarda el leve reflejo de la luz en los postes. En la mitad, la espesa oscuridad aguarda mi andar algo tímido. Atento a cada movimiento avanzo por la calle. La oscuridad cada vez menos compacta, la negra melaza nocturna se va desasiendo a cada paso que logro poner dentro de la otrora espesa oscuridad. A un costado la vereda pierde terreno frente a la tierra, el cemento carcomido por el polvo es indigno, intransitable, la feble vereda resiste, soporta las casas que se erigen libres, unas tras otras pegaditas a la pobreza. Sucias y abandonadas, grises penosos son los colores que mandan.
Al parecer la tierra gana en todos lados.
La loza que camino es condecorada por hoyos o grietas que brotan como una alergia en el duro pavimento de la población.
Pero llego al término de esta cruenta calle de asfalto hirviendo bajos mis pies hasta su casa, donde asomada por una ventana, que solo la resguarda un plástico mugriento que aguantó cuanto temporal lo quiso sacar en esos días de tempestad, asomando su cara por esa ventana aparece ella, pareciera que no pertenece a este lugar, pero el destino quiso lo contrario, no importa, el plástico se puede lavar, la calle se re pavimenta y las casas en las vereda toman otro color en verano, lo que no cambia es tu pelo negro, asomada en el segundo piso tu carita es la misma de la cual al fin me enamore, no cambian tus ojos pequeños, rasgaduras pinceladas que se guardan al reír. No cambia nada nunca, no tiene porque cambiar.