Desde mi ventana lo veo, camina del brazo de quien debe ser su amigo, su hermano, ó simplemente alguien más; y se tambalea de un lado a otro, como si fuera manejado por un aprendiz de titiritero: parece que le cuesta mucho trabajo caminar, y más aún, tenerse en pie. Aunque estamos lejos el uno del otro, desde aquí se puede apreciar que está muy ebrio, pero creo que más que por el licor, es de felicidad... por lo menos así lo demuestran sus carcajadas.
Es un bohemio. Acaba de salir del barcito de la otra cuadra, y con su alegría y su guitarra al hombro ha empezado a caminar por ésta, mi calle que ahora se nota sorpresivamente sola.
Despreocupado y feliz se dirige cada vez más hacia aquí, pero ahora lo hace solo, su acompañante le ha abandonado en la esquina, junto a la casa que tiene un jardín muy frondoso.
Tarareando lo que en sus labios no puede ser una canción, se aproxima lentamente, con la mirada puesta en el fondo de la calle.
Hace más de una hora estoy asomada a la ventana, tratando de escapar del encierro; el hombre sabe que lo estoy mirando. Lo miro, me mira muchas veces con detenimiento, y cuando está preciso frente a mí, se para y señalándome, como para que yo sepa que es a mí a quien habla, me grita: -- ¡ Las mujeres feas no deberían asomarse a las ventanas!!! ¿Acaso no comprenden que estamos hartos de la fealdad del mundo, que no queremos verlo más en la tele, en la radio, en la prensa... Y mucho menos en las ventanas!!! ¡Tanta fealdad nos dejará ciegos!!
Y para mi estupor, se alejó en una sola carcajada, tan ebrio y encantador como lo ví cuando venía, y como lo veo ahora al perderse a lo lejos tras la bruma de la calle vacía.