« ¡Se los llevaron presos!» No alcancé a decir ni hacer nada, la arrebatada boca de Cristina cubrió mis labios con embriaguez y abrazados desaparecimos entre la penumbra, apretados, confundidos, bajo las estroboscópicas luces; su lengua buscó mi oído y entre el aliento húmedo y los cautivantes mordiscos balbuceó: ¡No te muevas,
ni mires para allá!
Cuando la policía se fue de El Dorado salí para ver que había ocurrido, me dirigí al mesón de la entrada: ¿Por qué detuvieron a mis amigos? El dueño me miró sin decir palabra, después pregunté a un empleado y lo mismo. «Bueno que diablos» -Pensé para mí- No podía hacer nada por ellos.
Me invadió la duda «qué habrá ocurrido» imaginé por un instante. Imagine que quizás se habían drogado o peleado con alguien, aunque no los escuché discutir. Nada era lógico. Al final no supe que pensar, ni supe que pasó. Pero, el hecho de habernos encontrado los cuatro casualmente allí esa noche seguro purgaba mi responsabilidad. Continué adentro de El Dorado, había buena onda y estaba haciéndome querer
¿Qué más quedaba? Cristina, una puta del local, se colgó de mí y abrazados en un recoveco oscuro nos besamos como dos locos. Ya habíamos empezado a tratarnos como viejos amigos en la pista de baile: espacio oscuro, más largo que ancho donde muchas luces de colores, las más de ellas rojas, se arremolinaban en la espesa cortina del humo que ascendía errática desde los cigarrillos. El denso aire exudaba olor a cuerpos, cerveza, vino "litreado", perfume barato de mujeres baratas, de todo aquello capaz de emanar alguna esencia. No concibo otro lugar así con esa personalidad, que se muestra absolutamente tal como es, sin nada que ocultar y, a la vez, nada que enseñar.
Y apareció otro problema: una mujer que acompañaba a mis extraviados compadres, una deschavetada y alcohólica fémina, totalmente ebria empezaba a irritar a los clientes: sentándose en cualquier mesa pidiendo un trago o un cigarrillo. Me hice el desentendido un rato, la conocía y no quería cargar con ella. En eso llegó el momento que todos esperaban ¡Abrió el espectáculo del local! Una a una, igual que ganado de feria, las putas empezaron a desfilar por la pista quitándose la escasa ropa hasta quedar completamente desnudas. Bailando al ritmo de una cumbia hacían reventar los aplausos y la bailarina se iba a la mesa de dónde la llamaran, parecía un remate al mejor postor. Todo bien, cuando súbitamente esta mujer, perteneciente al clan de los antropólogos, borracha a decir basta también comenzaba a hacer su propio show, emulando a las anfitrionas. Fue la gota que rebalsó el vaso. Una compañera de Cristina se acercó a decirme algo al oído:
Te avisó que si la mina no se va, mis compañeras le van a dar la dura, porque molesta a los clientes y no las deja trabajar tranquilas.
Sin más remedio tuve que llevármela a regañadientes para su casa, yo solo, como pude (esta me la deben los antropólogos). Con un poco de suerte llegamos y se las entregué a los habitantes de la "Mansión de Lynch", no parecía más que un bulto. Les relaté brevemente lo sucedido mientras amanecía, los demás integrantes del clan salieron agitados en busca de los dos cautivos,... que a esa hora seguro seguían presos.
Me fui caminando solitario bajo la lluvia contento por haber cumplido la misión, pero enrabiado por haber terminado la promisoria reunión con Cristina. Esa noche el aire se vestía de una olorosa intimidad, sobre los techos de lata la luna repujaba sombras acanaladas, las mismas que deambulaban los desconcertados gatos de agosto, estridentes se perseguían y no obstante la ausencia de sigilo de los desesperados maullidos, la sensación de soledad abatía las horas soñolientas
* * *
Me levanté tarde al otro día, como El Dorado estaba en mi camino pasé a ver a mi nueva amiga. La llamaron y salió al instante. Me saludó con gusto invitándome a almorzar. Acompañada de su contubernio comimos tallarines con salsa, supe entonces que le había caído bien. Después del almuerzo Cristina encendió un cigarrillo y me explicó lo que había sucedido esa extraña noche: lo que pasó -dijo- es que tus amigos se pusieron a atracar en medio de la pista de baile, se estaban besando como hombre y mujer así que el dueño llamó a los pacos porque no le gustan los maricones. Escuchar esas palabras me dejó para adentro, no supe que decir. En mi estupor quise discernir por qué a mí no me habían tocado ni llevado detenido, la única razón posible: estar bailando aferrado a una mina del local, esa maniobra y la tranquilidad impertérrita de esta mujer desconocida me salvaron el pellejo. La cuestión es que: salvo a la gente de un pueblo enchapado a la antigua, a nadie le importaba lo que hicieran los gueones.
Con el tiempo supe que estaban experimentando nuevas sensaciones, y que dormían juntos, como pareja, de modo que eso lo explicaba todo. Al menos yo nunca los vi en nada tan raro, ni siquiera esa noche. Muchas veces quemamos algunos caños y compartimos buenos momentos.
Respecto de Cristina, salimos una noche llevando otra compañera de su trabajo y un conocido de ella, un tipo que era infante de marina. Nos echaron de varios bares del Barrio Estación, o nos atendieron muy mal: es difícil ser una puta reconocida.
Finalmente saltamos al centro de la ciudad, a una discoteque de renombre. Allí todo cambió, pudimos sentarnos tranquilos a departir la clásica botella de pisco con cuatro bebidas e inevitablemente las minas empezaron a acalorarse, desatando su modus vivendi apoderándose de la pista de baile, desde ese minuto empezó otra fiesta en el lugar. Sacaron a bailar a unos tipos y es difícil explicar la sensualidad de los movimientos de sus atrevidos cuerpos, Cristina aprovechó para tirar de la corbata a un incauto observador, un tipo muy bien vestido, se le pegó al cuerpo restregándole el culo por todas partes, le tomó las manos y las puso bajo su blusa: una en cada teta. Los gueones que miraban no la podían creer, la silbatina de aprobación redundó en un mar de aclamaciones, desinhibida quitó parte de la ropa de su transpirado cuerpo, hasta quedar media desnuda; incitando de paso al público a seguirla. Algunos pisaron el palito, sacándose camisa y pantalón. La cosa empezó a subir de tono con la música, que encendía aún más los libidinosos ánimos. Como buen sobreviviente comprendí que era hora de salir huyendo. Muy pronto una patrulla hizo sonar su sirena y destelló el rojo de sus balizas anunciando que el gueveo debía terminar. Pero no fue fácil, la fiesta bullendo como caldo caliente fue detenida ante el corte de la energía eléctrica, solo entonces pudo parar la orgía, que en todo caso no fue orgía en realidad. Mirando desde afuera podía ver salir algunos participantes mascullando su descontento, se llevaron detenidos a un par por desacato y maltrato de obra. Rápidamente, la entrada se llenó produciéndose una desordenada masa humana, en el forcejeo sentí unos brazos rodearme la cintura tirándome fuertemente hacia afuera del tumulto, debajo de una casaca negra Cristina con el pelo tomado dijo tranquila.
¡Vamos mijito,... aquí quedó la cagá!
Caminamos abrazados como tórtolos hacia la costanera. Esta mujer se las sabía todas, se había dado maña para sacar escondida una botella de pisco. Luego, sentados junto al río la bebimos sorbo a sorbo contemplando el oleaje manso que peinaba las algas de largas trenzas. El frescor de la noche se hizo cálido a fuerza del licor, conversamos y nos reímos de la cara de los tipos de la discoteque, partiendo por el dueño, los mozos, los guardias, todos habían pasado un momento inolvidable en esta apagada ciudad.
¡Esta es mi vida!... ¡Darle vida a los hombres!
Exclamó mirando extraviada la rivera ya tímidamente iluminada por el amanecer. En ese momento pude apreciar quién era en realidad, su tristeza y su alegría. Recordó llorando a su hijo que vivía lejos de ella, y al momento siguiente se reía que daba envidia. Tenía una fuerza impresionante, plasmada a cada instante en todo lo que hacía. Se daba tiempo para aconsejarme respecto de la vida, de cómo vestirme, de cómo llegar a los demás. Aprendí buenas cosas de Cristina, principalmente porque no venían de un ejemplo de mujer, su sencilla e innata filosofía venía de la vulgaridad, allí dónde la subsistencia tiene despiadadas reglas.
Después de esa disparatada noche desapareció sin dejar rastro. Nadie, ni siquiera sus compañeras de El Dorado sabían donde fue a parar. Se habrá ido a otra ciudad quizás: pensé positivamente como era ella. No obstante entendí su silenciosa partida, no fue secreta por ocultarse u ocultar algo, simplemente no ocupaba espacio en este mundo, su sola presencia decía quien era, el lápiz labial exagerado y el olor a cabaret enterrado en su cuerpo no saldrían ya jamás, así tampoco aquella extraña esperanza reflejada en su semblante agradecido, o, acaso, resignado.
Sin más destino que vivir... y dar vida.
"Nunca te juntes con alguien que no conozcas muy bien en una casa de putas,
menos con cualquiera,... y si lo hicieres, agárrate de un buen salvavidas"
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