FANTASMAS
Muchas veces me adoctrinó mi Tata, para no creer en los cuentos de luces de muertos atormentados, ni en apariciones fantasmales, ni en la Llorona, ni en la Segua, ni en el Padre Sin Cabeza, ni en la Carreta sin Bueyes, ni en hechizos en los que uno no puede hacer nada, ni en otras cosas parecidas. Siempre me decía, que sólo creyera en Dios, porque todos esos relatos macabros eran cuentos de viejas.
Por eso, luego de las sesiones de cuentos de horror, que a mis amigos y yo, nos llenaba las noches antes de dormir, siempre iba hacia mi casa sin temor alguno. Esa idea por supuesto, también incorporó a mi alma una nueva vanidad, la de no asustarme con los muertos.
Una noche, en mi etapa previa al estirón de todo macho hacia la estatura máxima, justo antes que despierten las hormonas que gobiernan este mundo, asistí a un turno organizado por la parroquia de San Francisco de Dos Ríos. Al regresar a mi casa en San Antonio de Desamparados, debía atravesar en medio de una oscuridad sin luna, varios kilómetros por los cafetales de la finca La Pacífica. Y decidí hacerlo solo, lleno de valor, inspirado en las ideas escépticas de mi Tata.
Sin embargo, tengo que conocer que me entró cierto temblorcito de piernas, hasta que se convirtió en una verdadera canillera, cuando pasé por un corte de cafetal llamado El Ahorcado. Y no era para menos, ese famoso lote era temido y totalmente evitado por los crédulos, porque según decían, ahí aparecía la luz de un muerto al son de sus gemidos de alma en pena. Se decía, que el ánima del desdichado, correspondía en vida, a un hombre que fue engañado y rechazado por una campesina pizpireta, optando en su desesperación, por evaporar su dolor aniquilando su vida. Confieso que para mantener mi valor, le eché una oracioncita a San Antonio de Padua, para que intercediera ante Tatica Dios por mi protección. Y pasé la prueba, con la mirada casi a tiendas en el camino y sin volver a ver para El Ahorcado. Fue así como, inmediatamente después de apuntarme en la lista de los valientes, una tranquilidad triunfalista untó mi corazón, sintiéndome muy macho y con la seguridad que sería el héroe de mi Tata.
Superada esa dura fase y sin haber visto ni oído nada, llegué a un potrero que debía atravesar para llegar al puente de hamacas sobre el Río Tiribí, ya a cuatrocientos metros de la calle real a San Antonio. De repente, miré con asombro cómo un bulto se levantó cual bestia de la laguna negra. Las palpitaciones de mi corazón se multiplicaron de pronto, y un demonio inyectó terror en mis venas recorridas por mi sangre impúber, disponiéndome a iniciar una carrera descarriada. Sin embargo, si tan súbito fue el susto, de igual forma me cubrió la calma, porque por un momento pude recobrar la lucidez, y permitir que mis ojos distinguieran (dando gracias a Dios), que el gigantesco espectro, era una vaca que se levantaba en ese momento.
Pasada la odisea cafetera, llegué sano a mi casa, victorioso, con mayor fe en Dios y por supuesto, con mayor confianza en mi Tata.
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