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NOCHE DE VERANO

Es una noche de verano, nítida como el lenguaje del Señor, quien con su delicada y amorosa voz, me invita a cantarle, para así deleitar mis labios y alegrar mi alma que Él redimió. Son esos espacios del tiempo, cuando la sangre es invadida por esas endorfinas que vienen de lo Alto y en donde el agradecimiento aflora al reconocer la mano de Dios en los momentos hermosos de la vida.
Hoy mi memoria es un cielo profundamente estrellado, donde los recuerdos emer-gen fugaces y fogosos como las jubilosas Lágrimas de San Lorenzo. Hace cuarenta años, mis ojos se iluminaron al contemplar por primera vez, aquella pequeña y tierna mujer, quien más que una atractiva joven, parecía una semilla de alegría. La navegación por los mares de la vida que me tenían al pairo, luego de una de las frecuentes escaramuzas con mi entonces novia, me llevaron por la mano de quien todo lo controla, a sentarme frente aquella primorosa doncella.
Mis ojos, siempre escrutadores de las preciosidades femeninas, se detuvieron sa-boreando el azabache de su pelo, como si aquel cabello hubiera arrancado del cielo lo más hermoso de la noche. Fueron segundos en donde el tiempo se detuvo. Todo parecía proporcionado en aquel rostro, cuyos ojos negros y vivaces, armonizaban con su faz de líneas delicadas. Aquel cutis lozanamente blanco, era hermoseado por pequeños puntitos amarillo-rojizos, como si cada peca tomara su belleza de los astros.
De repente, la nube negra de soledad que oscurecía mi corazón y que desprendía relámpagos de ansiedad, fue borrada por aquella brisa de beldad y gracia. Mi espíritu, que segundos antes veía morir la esperanza soñada desde niño, de tener una princesa como novia y que renegaba de Dios por no escuchar mis ruegos, sintió una transformación de-moledora.
— ¡Es un milagro!—me dije, con estupor y sorpresa.
No podía creer que la muchacha de mis ilusiones estaba ahí, sí, sentada al frente mío, en aquella noche, a la misma mesa de aquella vieja biblioteca universitaria. En ins-tantes, mi mente libró una de sus batallas.
— ¡No era posible, no, no puede ser que esto me suceda a mí!
Sentía que no tenía derecho a enlazarme con aquella soberana de lo hermoso, que sólo parecía reservada para algo así como un príncipe o un alto ejecutivo, no para alguien tan corriente como yo.
Hoy con mis sienes aceitadas de vejez, la miro callada y viendo televisión. Mu-chos sinsabores y sabores han delineado corolas y marcado cicatrices, pero al final esta-mos aquí, uno cerca del otro, superando día a día los obstáculos de todo matrimonio. Amándonos, en disputas, callándonos, polemizando y dialogando, pero juntos, como el Señor nos ha querido siempre.
Mi corazón y mi razón están más unidos que nunca, con la certeza de que el Señor preparó perfectamente todo, para que desde el escenario donde las decisiones solo buscan el amor, se mantuviera viva aquella noche de verano.

Texto agregado el 26-04-2008, y leído por 81 visitantes. (1 voto)


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