Habitaba en un cuartucho de mala muerte en una pensión de dudosa reputación, compartiendo techo con mujeres licenciosas, truhanes de medio pelo, zombies de venas llenas de alcohol o encallecidas por las drogas y otros seres de la noche y la decadencia.
El diminuto armario que tenía le quedaba grande para su escasa ropa, con su olor a humedad y a cerrado invadiendo la atmósfera de una habitación que desconocía lo que ers una ventana abierta y casi también la luz del sol sino fuese porque subía la persiana los días que que después de hacer la colada en el pequeño lavabo la tendía en una floja cuerda improvisando un triste telón para su patética realidad. Debajo de la cama tenía un cajón de madera a modo de alacena donde guardaba productos envasadoas al vacío y latas de los que una vez abiertos se alimentaba de contínuo hasta acabarlos, así una lata de carne guisada le duraba varios días pues compraba las más grandes y baratas que encontraba. También para ahorrar comía todo en frío ya que carecía de hornillo de cualquier tipo al igual que de platos, sartén y cazo, sólo disponía de un cuchillo una cuchara y un tenedor además de lógicamente el abrelatas; una vez pensó en comprar un camping-gas pero desechó la idea, a pesar de que la casera y la muchacha que tenía de ayudante nunca entraban en la habitación a limpiar pues él se lo había prohibido tenía la sospecha de que si entraban a fisgonear cuando se iba la trabajo.
El trabajo, aquel lugar al que acudía andando pues estaba a quince minutos andando desde la pensión, era una oficina estatal donde parapetado detrás de su ordenador y sus carpetas de informes hacía caso omiso a cualquier comentario, broma o invitación, a cualquier palabra que no hiciese referencia a su labor de funcionario, aquella gris burocracia actuaba de perfecto habitat en el que camuflar su anodina existencia como se camufla el camaleón en la selva. Sus compañeros ante su actitud poco sociable y algo mezquina lo bautizaron como "mister scrooge",pues nunca se relacionaba con ellos, ni iba a las cenas de empresa y ante cualquier favor de préstamos de material de oficina siempre salía un rotundo no de su boca. A la hora de almuerzo volvía a su cuartucho en la pensión y con avidez habria alguna de aquellas latas que tal vez calentadas tendría mejor sabor y menos aspecto de bazofia, esa ansia en abrir la lata se convertía en lenta parsimonia a la hora de masticar, rumiaba igual que una vaca una y otra vez cada bocado sacándole el mayor rendimiento posible, tal era su manera de aprovechar cada bocado que después de comer se hurgaba los dientes con el cuchillo y masticaba los resto que habían quedado entre ellos. A continuación volvía al trabajo y después de acabada la jornada se permitía su único dispendio diario, un café con leche y si era viernes tal vez incluso un chupito de licor, gasto que amortizaba con creces pues leía los periódicos sin tener que pagarlos, ya que era su fuente de información de lo que pasaba por el mundo pues él carecía de radio y televisor.
Así transcurría su vida, de una miserable manera tristemente buscada, porque nada le impedía vivir de forma menos austera y más gozosa. Una mañana
de invierno un diluvio acompañado de un gran viento le caló hasta los huesos después de haberle destrozado el ya de por sí ajado y viejo paraguas; no gastó ni un céntimo en comprar ningún remedio contra aquella tos, pensó que como había llegado se iría sin más, y así sucedió, se fue sin más tras transformarse en una pulmonía y llevárselo con ella a la tumba...
...La enorme bola de acero derribó las paredes sin dificultad, como si fuesen de papel, el papel de los miles de billetes que nadie se percató que salía del suelo roto para acabar sepultados bajo los escombros como sepultado estaba su propietario desde hacía más de diez años por no gastarse alguno de aquellos billetes en curarse una simple tos.