Érika del Río está siempre entre Laurence Olivier, Humphrey Bogart y Grace Kelly. Ese pedazo del Hollywood Boulevard, cerca de la esquina de Vine Street, es suyo. Las estrellas en el piso le sirven para delimitar el territorio y tomarle el pulso a la noche en cada ida y vuelta.
Sí, a diferencia de las otras chicas, ella hace una especie de catwalk sobre sus tres estrellas; camina con la misma gracia que un equilibrista, iluminada por los anuncios rutilantes de bares y sex shops.
Recuerdo que la primera vez que la vi había sacado mi cuerpo del opening de una galería en Melrose con la astringencia de varias copas de cabernet sauvignon entre los dientes. Para entonces, asistir a toda clase de eventos que anunciaban en la cartelera cultural del LA Times se convirtió en el mejor recurso terapéutico para olvidar a Olivia, mi ex mujer, quien decidió tirar a la basura un año de vida en pareja y regresarse a México. Su argumento fue que mis socios y yo no tendríamos éxito importando artesanía oaxaqueña y chiapaneca, incluidos los muñequitos hechos por indígenas chamulas a imagen y semejanza de soldados zapatistas.
Una lluvia pertinaz terminó por remover la pesada bruma de la noche. Había dejado mi automóvil en casa porque la galería estaba cerca. La gente caminando de prisa y las luces multiplicándose en el pavimento le infundían al ambiente cierta melancolía. Como soy positivo, católico y conformista pensé que la lluvia era un mensaje divino para bajarme la calentura que comenzó su escalada durante la exhibición cuando, echando mano de lo aprendido en un diplomado de Historia del Arte que tomé en una casa de cultura de la Ciudad de México, conocí a la que se decía la curadora de la muestra. La abordé diciendo que los colores pastel de esas piezas me recordaban mucho a Miró. Al volverse, percibí en su rostro una desaprobación total a mi comentario. Hasta ese punto ella era lo que había salido a buscar esa noche. No fue por mis disertaciones sobre arte que descubrí mi error, sino porque se nos acercó otra mujer de cabello muy corto, como si se lo hubiera cortado un jardinero y no un estilista, a quien me presentó como su pareja. ¡Qué pérdida de tiempo! No me desanimé porque presentía que esa noche no estaba destinada al anodino capítulo de alguna serie gringa; más que un presentimiento fue una convicción. Así que vagué un rato bajo la inclemencia del tiempo. Estirando los remanentes del vino en mi cuerpo fui a dar al Hollywood Boulevard, donde encontré a Érika. Oscilábamos en nuestros pequeños universos movidos cada uno por la lujuria y la necesidad de unos dólares. Me acerqué. Ella hacía su rutina como si nada con el rostro levantado, como un perro olfateando lo que acarrea el viento. Usaba una falda azul tan corta que presagiaba el vértigo previo a caer en un abismo, una blusa blanca que de lo mojada dejaba ver unos senos trémulos y sus pezones erectos como balas. Calzaba botas negras de charol descarapelado que le cubrían hasta las rodillas. Ni sus ojos ni su cabello eran del color original. Imagino que si su madre la hubiera visto con esos ojos verdes y ese cabello castaño con raíz negra, lejos de no reconocerla, se habría cuestionado en qué momento su hija comenzó a negar eso que la hacía tan distinta de las millones de latinas en Los Ángeles, al menos yo sí llegué a hacerlo, su belleza era perturbadora.
Al principio desconfió de mí porque llegué caminando. Usualmente los clientes —o los mirones— van a esa parte del Walk of Fame en automóvil; no es que eso dé mayor confianza a las mujeres que se exhiben ahí, sólo que abre opciones para trabajos sexuales que se pueden llevar a cabo parqueando en cualquier esquina oscura. Tampoco es que un automóvil garantice estatus, sin embargo, en Los Ángeles es una necesidad básica y nadie quiere pasar horas en el tráfico intentando moverse de un lugar a otro.
Luego de comprender que era ella la casualidad que estaba buscando y de acordar el precio, aceptó ir a mi departamento y no a un hotel porque está ubicado a pocas cuadras, en Lexington Avenue. Le di mi saco para que se cubriera del frío y la lluvia, y eso, me lo confesó más tarde, le pareció el acto más solidario que hubiera tenido un paisano en los tres años que llevaba viviendo en Estados Unidos. Mientras caminábamos a mi casa sólo yo hablaba, estaba nervioso, era la primera vez que pagaba por sexo y desconocía la dinámica.
—Yo soy chilango —especifiqué cuando descubrí por su acento que era mexicana.
Ella, en su papel, optó por hablar lo mínimo. No sé cómo, pero en mí crecía un deseo que me obligaba a conocer más de ella, de sus circunstancias, porque ya he dicho, su belleza no era ordinaria.
—¿Por qué viniste a Estados Unidos? —insistí.
—¿Por qué viniste tú? —respondió con indiferencia.
Le expliqué que trabajaba para una empresa dedicada a la importación. También le conté de mi fracaso sentimental y de cómo el sueño americano me tenía enganchado. Para entonces ya llevaba casi dos años viviendo en Los Ángeles y, a pesar de las teorías de Olivia, todo parecía pintar bien en el negocio.
—El american dream no existe —dijo tajante.
—¿No existe? A ver, explícame eso.
—No es necesario que te lo explique, un día te darás cuenta, corazón.
Seguimos caminando en silencio. Yo, intrigado por lo que acababa de escuchar, y ella, porque fiel a su oficio, procuraba no involucrarse con sus clientes en alguna otra actividad que no fuera sexual. Lo llama pure business, no kisses, no chatin’.
Me costó trabajo conocerla a fondo, digamos que algunas reincidencias. Después de la quinta sesión accedió a darme su número telefónico. Sin embargo, me seguía gustando ir por ella para caminar juntos hasta mi casa. Incluso llegué a disfrutar el sonido de sus tacones en el pavimento cada vez que la sacaba de entre esos homenajes ridículos, hechos para las luminarias del entretenimiento masivo que a ella tanto le gustan. Y es que Érika sabe todo del Walk of Fame; conoce la historia de buena parte de los actores que tienen su estrellita ahí. Cierta noche me contó que la primera fue puesta para Joanne Woodward, el 9 de febrero de 1960, y que desde entonces han colocado más de dos mil. A mí en todo ese tiempo jamás me había atraído eso, pero he descubierto que hay turistas que dedican varias horas a revisar los nombres en el piso y hasta les toman fotos.
Fue por una reforma a los impuestos de importación que comencé a verla más seguido. Trabajaba menos horas e incluso había días en los que no hacía falta mi presencia en la oficina. Entonces le llamaba y quedábamos de vernos en algún lugar para comer. Poco a poco nos fuimos haciendo amigos y poco a poco también me fue contando todo aquello que la ética laboral no le permitía. Lo primero que me confesó fue que no era Érika del Río, sino Rosa Gómez. Decidió cambiar su nombre como hacen algunos artistas, para tener más impacto en el medio. Sin embargo yo la seguí llamando Érika, ya me había acostumbrado.
Una de esas tardes fuimos a comer a un restaurante oaxaqueño en Olympic Boulevard. La llevé porque me había dicho lo mucho que extrañaba su tierra, pensé que eso la haría sentir mejor. Y sí, esa comida creó un ambiente nostálgico que hizo que se abriera como una nuez.
—Nunca te dije, pero vine a Estados Unidos para ser actriz —comenzó luego de que la mesera le puso enfrente el plato de mole con pollo que había ordenado—, quiero ser una estrella y salir en un chingo de películas, aunque sean de low budget.
Las dos horas siguientes no hice más que escucharla. Me fue contando cómo decidió venir a Estados Unidos animada por su primo, quien le ayudó mucho, sobre todo porque la llevaba y recogía cuando consiguió su primer trabajo: asistente en una estética. Lo malo fue que al poco tiempo el primo había sido puesto en prisión y unos meses después deportado. Lo agarraron con diez kilos de marihuana que uno de sus amigos dealers le encargó transportar de San Diego a San Francisco, a cambio de tres mil dólares. Érika tuvo que trabajar más para ayudar al primo a pasar su estancia en la cárcel y pagar la renta a tiempo, de no hacerlo hubiera corrido la misma suerte porque la casera había amenazado con denunciarla a inmigración.
Al quedarse sola anduvo de un trabajo a otro. Fue mesera, atendió un puesto de revistas, trabajó en un Wal-Mart, en una farmacia y en un cine; fue niñera y camarera, pero nunca actriz. He de confesar que me daba cierta ternura que mantuviera vigente su sueño, aunque el único método de actuación que sabía aplicar al pie de la letra era para fingir orgasmos.
Una noche, luego de una larga liturgia sexual, tendida sobre mi cama y acariciándose el cabello, me contó que cierta tarde, cuando regresaba a su casa de cuidar a los niños de los Monroe, en Santa Mónica, conoció a Raymundo Sosa —Ray, lo llamaban en el este de la ciudad, donde ambos vivían—. Según me explicó, el tipo es hijo de inmigrantes salvadoreños, pero ahora está en la cárcel del condado de Los Ángeles, purgando una condena de veinte años porque lo hallaron culpable de homicidio y narcotráfico. Érika se enamoró perdidamente de él pero, sin duda, que Ray esté en prisión es lo mejor que le pudo haber pasado a ella, y de paso a mí.
Ray no era muy distinto de los latinos que han crecido en el este. Reunía todas las cualidades para ser considerado peligroso. Eso no le importó. La cosa es que fue por su culpa que acabó en el Hollywood Boulevard, entre esas tres estrellas. Ray tenía su área de trabajo en una de las zonas más peligrosas de la ciudad. Una noche, mientras esperaba junto a un 7-Eleven —según Érika procuraba cambiar de esquina periódicamente— se le aparecieron tres junkies que intentaron robarle su mercancía. Ray no se dejó y terminó dándole un tiro en la cabeza a uno de ellos mientras los otros dos corrían. Huyó en su viejo auto pero unos días más tarde lo agarraron mientras conducía por un freeway. Fue uno de los empleados del 7-Eleven el que vio las placas del Toyota y denunció el crimen a la policía, al menos eso cree Érika, quien escuchó la historia de boca de Ray durante la primera visita que le hizo.
Ray se encontró con muchos enemigos en la cárcel. No fueron pocas las veces que lo golpearon y amenazaron de muerte. Érika me contó que iba a visitarlo cada semana, y en un intento por salvar la vida le propuso que se acostara con uno de los que lo querían liquidar. Ese era el acuerdo. Érika quería mucho a Ray pero los favores se fueron haciendo costumbre; ella llegaba cada semana a despacharse a uno distinto con tal de que su novio siguiera vivo. Sólo hasta que lo sentenciaron se dio cuenta de que no tendría caso visitarlo más. Además, él ya no era ni la sombra de lo que solía ser en la calle, y a veces no lo podía ver porque tenía que atender a los que aspiraban a ser sus asesinos. Ya hasta habían hecho una lista y un calendario. De repente todo mundo quería matar a Ray.
Un buen día dejó de visitarlo. Quién sabe qué es ahora de Ray, quizá encontró una forma de evitar que lo despachen. Érika no ha escuchado nada de él. Lo cierto es que a partir de entonces ella supo cuál era su oficio. Y hay noches que se le va muy bien. En cambio, el negocio de exportación de artesanías quebró y mis socios se retiraron dejándome algunas artesanías y cientos de muñequitos zapatitas hechos por los chamulas chiapanecos que de vez en cuando he vendido en algunas handy crafts. Todavía sigo yendo a los eventos que anuncian en el LA Times, nunca falta alguna inauguración o la presentación de un libro en donde beber tragos gratis. Luego regreso a casa. Eso sí, antes del amanecer salgo nuevamente para recoger a Érika, que sigue caminando las mismas tres estrellitas. Y no me importa desvelarme porque dormimos buena parte del día, el resto nos regodeamos en la postración frente al televisor, viendo series gringas y comiendo los pocos guisos que Érika aprendió de su madre.
Hace unos días Olivia me llamó desde México para preguntar cómo estaba, sin embargo, no hizo más que recordarme que ella había tenido razón acerca de las artesanías, que fracasaríamos. Ahora, después de todo, no sé si existe el american dream, y si existe no es como yo lo soñé. Lo que me queda claro es que Érika del Río sí tiene destino de estrella, sale al Walk of Fame al anochecer y desaparece con la madrugada. |