La cantante cerró sus ojos mientras su peinadora le arreglaba sus cabellos de tal forma que no se desordenaran en demasía durante la energizante actuación. El espectáculo se iniciaría en escasos minutos y su corazón latía apresuradamente. Intentó entonar una de las canciones que eran su caballito de batalla, pero sintió su garganta apretada. Esbozó un gesto que podía interpretarse como de aburrimiento, de desgano o simplemente de cansancio. Quienes le rodeaban, ni se inmutaron ya que estaban acostumbrados a sus excentricidades. –Así son los artistas, ellos tienen otra sensibilidad, hay que comprenderlos…
Cuando la sesión de peinado finalizó, se miró en el espejo iluminado. Contempló sus ojeras azulosas, su extremada delgadez, ese entorno artificioso que en nada se parecía a su refugio, atisbó sus casi ocultas muñecas, ellas eran su estigma, lo que no debía trascender para no alimentar la morbosidad de la prensa que la asediaba y no le permitía desdoblarse en su propia vida.

Salió de su camarín escoltada por aquellos fornidos guardias que le abrían paso en esa enmarañada selva de reporteros de espectáculos.

El griterío recibió a aquella luminaria que se había posesionado de los más importantes escenarios del país y cuyo brillo amenazaba con transformarse en fuego eterno.

Pupy y Princesa Dyana, sus muñecas, quedaron despaturradas en un rincón de su camerino. Ya visualizaban en su incipiente conciencia que día a día y gracias a la cruel metamorfosis de la niña estrella, se alejaban paulatinamente de ella…