De repente apareciste, y mis ojos estaban inmersos en otra senda, como con ganas de buscar cosas que nunca pudiste darme, como para sentirme orgulloso de tenerte a mi lado. Y te hablé como antes, en uno de esos monólogos tan cotidianos que uno tiene con el espejo, que parece que nos sentimos contentos de que se reserve sus comentarios.
Esperé tu silencio como siempre, te acaricié un poco y de mi mano, surgieron las caricias que algún día te lastimaron acaso sin quererlo, acaso sin pensarlo, tal vez sin merecerlo pero para nunca olvidarlo. Y me disculpé nuevamente como tantas veces hice después de terminarlo, ese suplicio que te impuse por la impotencia de no poder darte el ejemplo.
Los hombres no lloran te dije muchas veces, y las últimas veces que me viste, no fue de tristeza sino de oprobio que me viste llorando, de la vergüenza del que se siente vulnerado, expuesto con la verdad de una mirada, llena de tu odio y rencor acumulados. Y me sentí indefenso como entonces, recordando los gritos y las burlas, las mofas y los engaños, y me quise deshacer de todo eso, pero no pude nunca lograrlo.
Te miré desvalido, inerte sobre el piso. Frío como tu mirada que aún me atormenta en las noches solitarias, en que mi cuarto extraña hasta tu presencia entonces incómoda pero necesaria...
Reaccioné entonces y supe que no eras mío como para hacerte tanto daño, y desperté sudando tembloroso de la pesadilla que te impuse durante tantos años, tú no estabas conmigo y nunca volviste cuando ya no te buscaba como antaño, y yo, me quedé demasiado solo para de nuevo intentarlo. Decir que lo siento como para perdonarmelo. |