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Le decíamos Juanito y era capaz de reparar todas las clases de relojes a pesar de sus setenta años de edad, según él y una ceguera de nacimiento que desarrolló su sentido del tacto hasta convertirlo en uno de los mejores en su oficio.
Solitario y de pocas palabras, a veces huraño, siempre vivió en una casona maltrecha semioculta entre naranjos, pinos y plantas siempre florecidas cerca al río. Mi padre decía que era el mismo hombre que él conoció de niño y que lo mismo dijo alguna vez su propio padre.
Yo no le creía y pensando que era otra de sus bromas extrañas cambiaba el tema hacia otros asuntos.
Aún era niño cuando conocí al relojero. Mi padre me envió a su casa, pues el enorme reloj de pulso plateado herencia del abuelo dejó de funcionar. Era un atardecer de noviembre y las sombras recorrían como dedos esqueléticos las paredes despintadas de la vieja casona cuando un leve temblor recorriéndome de pies a cabeza impidió que mi puño golpeara la pesada puerta de roble.
Si lo que mi padre decía sobre el viejo era verdad, pensaba entre asustado y curioso, entonces debería tener entre…
No alcancé a calcular la edad porque ahí de pie, en medio de la puerta abierta de golpe estaba el verdadero relojero. Un anciano menudo algo encorvado, de cabellos largos desgreñados y tan canosos como la barba, mirando sin ver sus ojos blancos inexpresivos con la actitud de alguien esperando a alguien que jamás llegará.
“Nada es cierto, joven. Solo los sueños son reales”. Dijo con voz amable pero firme y clara y tanto ese día como hoy nunca entendí sus palabras ni supe tampoco si leyó en mis pensamientos todas las dudas que tenía sobre él.
Muy pocos minutos había esperado cuando reapareció el viejo, sonriendo como un niño, estirando su brazo huesudo con el artefacto reluciente entre sus dedos en perfecta sincronía de movimientos.
“Vuelve”, escuché su voz a mis espaldas y durante muchos años no supe más de él debido a mi residencia en otro país.
Cual no sería mi sorpresa cuando recién llegado, un día cualquiera mientras paseaba con mi hija en las cercanías del río pude ver al viejo relojero podando las bifloras de su jardín con el mismo aspecto conocido por mi abuelo y por mi padre y descubrí asombrado que era el mismo viejo que visité alguna vez cuando era niño.
Talvez, supuse para mí a la ligera, era tan bueno en su oficio que pudo manipular su propio y único reloj de la vida y se ancló en el tiempo, con la esperanza de conocer la luz y esos mecanismos del tiempo que tan maravillosamente reparaba.
“Ayy, papá, tú con tus bromas extrañas”, exclamó mi hija cuando le narré la misma historia que narró mi padre sobre el viejo relojero. En silencio, tomados de la mano caminamos cerca de la vieja casona donde un anciano ciego, parado en el umbral de una puerta de roble, parecía mirar directamente a mis ojos.

Texto agregado el 25-04-2008, y leído por 371 visitantes. (0 votos)


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