EL ÚLTIMO VIAJE
El día de mi velorio fue el más triste de mi vida, no porque me iba, si no porque no me los llevaba a todos. Al desgraciado casero que era el más acongojado. No por mi viaje sin retorno que en el fondo le satisfacía, si no más bien por los cuatro meses de atraso en el pago, por la bendita llave del lavabo que nunca, por rebeldía quise reparar, la postergada promesa de pintar mi habitación y las tetas de mi hermana que le producían una salivación anormal que mojaba su pechera. A mi malvada suegra, que rumoraba entre dientes que no era de buenos cristianos desearle la muerte a nadie, pero que era más beneficio que perjuicio mi infortunado accidente, porque su hija se había librado de un extraordinario prospecto de arruinado y alcohólico, maniaco-depresivo y potencial asesino en serie. Que la justicia divina es perfecta y que en definitiva como dijo Juana la Loca, “al que le toca, le toca”. A los amigos de trasnochos, que lejos de recordar mis escasas muestras de bondad y desprendimiento, se lamentaban recordando la plata que les quite prestada y que, irremediablemente nunca les cancelaría, mis premeditados viajes al baño cada vez que pedían la cuenta del consumo, mis vómitos caleidoscópicos, mis orinas azufrosas, mis peos misilisticos, mis eructos estereofónicos. Se les proyectaban los colmillos de lobos en cuarentena cada vez que mi viuda, les acercaba la bandeja de galletas o la ración acostumbrada de café, adivinando el escote, la intersección de sus muslos, sus nalgas de balón de fútbol y sus ojos de vampiresa. No podían entender que este despojo humano que yacía en la urna, recibiese tantas muestras de afecto y tantas demostraciones de pesar en su última morada. El olor a flores era penetrante, los pétalos habían formado una delicada alfombra sobre el piso de la mortaja. Los jugadores de futbol de mi época hicieron guardia de honor alrededor, los hermanos masones, las putas de los bares frecuentados, los chinos de mi vecindario, los niños que disparaban en la plaza sabias preguntas y se conformaban con mis estupidas respuestas. Todos en su sitio, menos los que debían acompañarme en este tour que debía de ser con visita guiada, un buen grupo de seres despreciables en fila india, admirando el aceite candente de las pailas y el ángel malvado, con su traje de dandy enseñando las bondades del infierno, en perfecta y audible voz, para que no nos arrepintieramos de haber escogido este paradisíaco destino en nuestro último viaje.
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