LOS PÁJAROS.
Desde siempre le habían dicho que la mayor parte de los seis kilómetros de la carretera que corría entre su pueblo y el siguiente, hacia el Norte, en ruta al mar, en otros tiempos había sido un túnel vegetal que aliviaba con mucho el paso de los vehículos y viandantes que circulaban por allí durante los tórridos veranos. Decían los más viejos del pueblo que las ramas de las acacias, que eran mayoría en aquellas líneas de árboles ubicadas a un lado y otro, brindaban sombra y frescura al entrecruzarse por encima del paso de la vía asfaltada. Habían habido muchos mangos también. Y unas que otras matas de mamoncillos resaltando por su mayor altura y robustez. Pero el túnel ya no estaba. Y su frescor tampoco. Los árboles completos habían sido eliminados. Y los vehículos que circulaban por la carretera después fueron escasos y la mayoría pertenecientes a funcionarios del Gobierno, a la Seguridad del Estado o a las Fuerzas Armadas Revolucionarias. La línea de autobuses que recorría esa ruta también había desaparecido hacía muchos años. Y la carretera no ayudaba en nada por su estado calamitoso. Casi dos generaciones no habían podido conocer aquella contada maravilla de verdor y sombra y simple placer. Y él, que tenía trece años, mucho menos, ni la penumbra de la sombra ni los necesitados autobuses. Cuando le contaban del túnel de ramas curvas entretejidas en lo alto, apenas lo podía creer ni imaginar. Pensaba que se necesitarían montones de años para que se produjese algo así. Las acacias crecen muy lentas. Y los inmensos mamoncillos más lentos aún. Los más viejos también relataban que casi todos los árboles fueron cortados por orden de la Autoridad en diferentes lapsos y requerimientos. Y decían también, en voz baja por supuesto, que esa Autoridad que gobernaba en la Isla no necesitaba dar explicaciones de lo que hacía. Simplemente traían los hombres y las máquinas enmohecidas y los cortaban. Y así, bosques y palmares enteros fueron desapareciendo. Y le contaban que aquellas maderas fueron muchas veces utilizadas para producir energía en los momentos de mayores crisis, que eran demasiado frecuentes, sobre todo desde la caída de la Unión Soviética. Y los que hablaban de estos asuntos, que pasaron a ser temas políticamente delicados, se reían socarrones al narrar que, como también escaseaban los detergentes, el país entero estaba hasta el tope de cacharros de cocina ennegrecidos por el uso del carbón. Y eso sí que lo sabía, porque en su casa había calderos negros, olor a humo y hollín por todas partes. Estos viejos narraban que en aquellos otros tiempos se podía oír el trinar de muchísimos pájaros que volaban como locos de un lado al otro de ese túnel. Y hablando de ellos nombraban a decenas de pájaros. Y se alegraban al contar que se posaban inquietos en cualquier parte, hasta dentro de las casas, buscando migajas y semillas en las cocinas y en el campo para comer y llevar a sus nidos. Hablaban de unos pájaros muy chiquiticos que jamás se callaban, bijiritas y tomeguines, que más que cantar silbaban y eran muy alegres e intranquilos. Y hablaban de azulejos, mariposas, canarios, cardenales, sinsontes, negritos y pitirres. Y de muchos más. Pero él apenas los conocía. Una que otra vez había visto a algunos de ellos, volando muy rápidos, posándose siempre solitarios y asustados en las ramas más altas de algún árbol sobreviviente. Cuando su padre caminaba con él por el campo se los identificaba y hasta imitaba el canto de uno que otro de ellos. Pero eran muy pocos los que se encontraban. Ahora, principalmente, sólo veía garzas en las lagunas y buitres en los despojos de animales muertos en las calles y los caminos. Y pensó que era una lástima que ya no hubiese tantos pájaros. Hubiera tenido alguno por un tiempo en aquella jaula trampera, vieja y de balancines, hecha de güines y de alambres ya oxidados que estaba olvidada colgando de un clavo en una pared de la casa. Pero desde su ventana, donde pasaba muchas horas, no se veía árbol alguno, tan sólo matorrales y zarzas y una que otra palma. No podía entender por qué los pájaros se habían escapado hasta casi desaparecer. Era una lástima. Y envidiaba y se admiraba ante la mirada feliz de su padre cuando le hablaba de ellos, de su libertad y de sus hermosos trinos y colores. Lo que más le gustaba era oírle hablar de los sinsontes. Siempre le decía que éstos eran capaces de imitar los cantos de casi todos los demás pájaros. En verdad deseaba verlos y escucharlos algún día. Y sí, con gran orgullo sentía que de seguro su padre los reconocería a todos. Una noche soñó que había muchos árboles verdes y frondosos y que desde su ventana podía verlos moviendo sus ramas al ritmo del viento. Y también esa noche de sueños escuchó la alegría de un sinsonte posado durante horas en el marco de su ventana, imitando el canto de todos los pájaros, incluido el ruiseñor, a quien siempre se dijo que no podía imitar. Y allí estaba su padre, como iluminado, observándole complacido desde un rincón del cuarto, sonriente, con varios pajaritos de muchos colores posados sobre sus hombros y su cabeza. Y él, con su padre y con los pájaros, era feliz como nunca antes en aquel sueño que no tendría que terminar jamás.
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