¡Feliz día, amigo mío!
Miraba por la ventana el cielo oscuro con el tinte salmón rojizo que sólo los cielos de Marte poseen. De a ratos miraba, entre sorprendido y maravillado, el domo gigantesco que hacía de techo de esa enorme galería natural que era el cañón marciano. Una obra de arquitectura impresionante, para aquellos que como él, recién llegaban al planeta rojo. Cuestiones no menores de resistencia de materiales, adecuación a la gravedad, flexibilidad y durabilidad debieron haber esforzado muchas mentes brillantes, para conseguir ese resultado.
Estaban ahora, en la etapa de poblamiento. Se necesitaban mayormente dos tipos de personas: Agricultores e Ingenieros. Otras profesiones escaseaban un tanto.
Marte no podía albergar una atmósfera de Nitrógeno-Oxígeno-Dióxido de carbono, debido a su escasa masa y por consiguiente, baja gravedad. La humanidad de cierta manera, había vuelto a las cavernas: gran parte del complejo habitable eran ahora recintos subterráneos, muy similares a las ciudades subterráneas de la Tierra, a salvo de las pérdidas del precioso aire respirable, sin embargo, la necesidad de “aire libre” había vuelto una prioridad el establecimiento de ese enorme domo, con las ventajas que tenía el poder aprovechar un accidente natural como eran esos enormes cañones que formaban parte de la orografía del planeta. Habían parquizado el noventa por ciento de la superficie cubierta, enormes árboles plantados hacía ya 20 años, daban un toque extraño a su espacio, una atmósfera más familiar entre tanto elemento extraterrestre; lo que los habitantes, la mayoría aún terrestres al fin y al cabo, agradecían.
Él, era un recién llegado. Su tarea se volvió una necesidad desde el momento en que empezaron a ser familias y matrimonios jóvenes los destinados a colonizar el planeta rojo. Su profesión era en este momento muy cotizada, y por tanto, muy bien remunerada, por lo que debió pensar poco la aceptación del trabajo.
De eso, de la propuesta, habían pasado ya dos años, los necesarios para trasladarse.
Marte, al ser una población pequeña contaba con ventajas: En lugar de las caóticas aglomeraciones de seres humanos convenidas en llamar ciudades, había espacio para la planificación y la concreción de proyectos. Es más, todo debía ser cuidadosamente planificado, pues la vida iba en ello. Fue por eso que llegó dos semanas antes de comenzar su labor.
Tampoco pudo traer consigo todas sus herramientas de trabajo, pues el traslado de cada kilogramo era costosísimo, y la colonia no podía permitirse el gasto. Así que optó por la tecnología y cada dato necesario, vino prolijamente almacenado en las autopistas de información superconductoras, o grabado en los ya anticuados DVDs.
Nunca supo bien cómo terminó siendo maestro, ni cuándo sintió el llamado de la vocación. Estaba sentado, mirando por la ventana del pintoresco café empotrado en una de las laderas del cañón, cuando llegó el alcalde a hablar con él.
—Mañana comienza su labor, maestro— dijo, solemnemente el fornido sujeto.
—Mañana, sí— contestó, aún mirando la cúpula. Respiró hondo, se sintió ligeramente excitado. Mañana, pensó, comienza la tarea más grande que ningún hombre haya emprendido jamás.
—Nos encargamos de que estén listos todas las computadoras, los bancos de datos, los programas de enseñanza, la red que conecta los aparatos, en definitiva, esperamos que su tarea tenga los mínimos percances posibles—le dijo el alcalde, mientras pedía un café haciendo señas al mozo.
—Se lo agradezco mucho— contestó él.
El resto de la tarde transcurrió entre relatos de las primeras épocas de la colonización, rica en anécdotas de atrapamiento de asteroides y cometas, con el fin de acrecentar la masa del planeta, proceso no exento de peligros y desafíos, que llevaría al menos 60 años más, para lograr algún resultado mínimamente apreciable.
Al día siguiente, el día de la verdad, los niños, en su totalidad marcianos, nacidos allí y seguramente destinados a pasar toda su vida en la colonia, estaban impacientes por conocer al maestro. Bueno, al menos la gran mayoría, pues alguno que otro no abandonó el regazo de la madre, quien abochornada, se marchó con el lloroso crío mientras prometía que el día siguiente sin falta éste concurriría a clases.
Las computadoras estaban listas, lo mejor de la tecnología humana había sido dispuesto para comenzar la enseñanza de ese código que ya se perdía en épocas inmemoriales de la humanidad: el alfabeto.
Las pantallas iluminaban las miradas de los niños, el zumbido de las máquinas daba una melódica serenata a la primera clase en Marte.
Él comenzó la clase haciendo su promesa: Que antes de fin de año podrían empezar a comprender los secretos de la máquina más sofisticada jamás diseñada por el hombre, aquella que nunca pudo ser superada por ningún artilugio electrónico, mientras sacaba y mostraba un pequeño objeto de forma rectangular, cosido a mano, y compuesto por abundantes hojas de papel.
—A fin del ciclo, van a saber usarlo—dijo, mientras abría amorosamente su más preciada posesión: un ejemplar de tapa blanda de El Aleph, de Jorge Luis Borges.
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