Se están organizando para buscarme, escogerán un punto neutro para salir, disparados, por las ruecas de las calles, como balas a mansalva intentando darle a una flor apocalíptica, a una flor-flor, desde el tejado. Clíver, el jefe de la cuadrilla, se yergue para repartir funciones y porfía en llevar una linterna por si fallara el alumbrado público. Fabio le recuerda, no sé bien por qué, que adonde irán hay luciérnagas y libélulas, pero llueve y él se encargará de los paraguas e impermeables. Juan promete cavar sin tregua en cada pausa; Estéfano me llamará con toda su voz que no conozco; Leonor, precavida Leonor, dejará rastros para el retorno, ella —que sólo piensa en bordar de plumas el camino— predica que a veces los que buscan también se extravían. Están muy decididos a encontrarme, dicen que preguntarán a los colonos, a los celtas, al espíritu de Ginsberg, a los incas y a sus apus, a los de la estación de policías y también —si todo fallara— a Averroes que creía en la eternidad. Eso hacen por donde van. Siento lástima por ellos pero, a pesar de mi absurda compasión, quiero que se congelen, que se cansen, que les falte el aire, que no lleguen hasta mí. Claudina, la más veterana de todos, ha dejado el cigarro Marlboro y se inventa una voz maternal para implorarme: “vuelve, vuelve; vuelve a ser raíz, a ser evidencia. Si no se puede, quédate siquiera en la encrucijada. No te muevas de ahí, ya vamos a tu encuentro”. No la escucho. No quiero. No quiero. La cuadrilla se repliega, vuelve al punto neutro. Me contento, ya no tendré que seguir transfigurándome, escondiéndome con ternura de ellos que vienen. Qué fácil hubiera sido si empezaban su indagación preguntándole al último con el que se cruzaron antes de partir. Les hubiera dicho:
—Búsquenla en la oficina de objetos perdidos.
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