¿Te acuerdas de aquella mañana transparente de verano?

Estabas con la cabeza reclinada en mis rodillas y dulcemente te volviste hacía mi,
abriste mi camisa,
y me buscaste con la lengua el corazón profundo.>/i>

Walt Whitman. Del Canto a mí mismo.


*

Te reíste tanto cuando te dije que eras un delfín con corbata y horario de 9 a 6. Me dijiste ¡Mujer, qué cosas locas se te ocurren! Tanta risa nos sentó estupendo. Aquella tarde recibí tu amor a marejadas; toques de sal provenían de tu dorso.

Quizás solo alucino, o no. Quizás es mi percepción excitada la que te observa y descubre múltiples transfiguraciones en tu rostro: pero créelo: es verdad que he visto rondar en tu cara a Ulises cuando marchas de casa, a Júpiter devorando a su hijo cuando te exasperas, a Withman cuando te contemplas a ti mismo, a Damiel en el cielo de Berlín, a Jean Reno enamorado de Matilda, a Sabines y a Sabina los dos a la vez, a Mastroianni seductor, a Horus dios, a Nezahualcoyotl poeta y sabio, a Woody Allen el tímido discípulo de Bogart, a Harry Haller irredento e incluso al Principito inquiriéndome en medio de la nada; a un joven de 23 años de cabellos rubios, a un hombre en calma, a otro en libertad y a uno más desnudo.

Sucede que, te veo ahí, arrellanado en lo más íntimo, mimetizándote con el paisaje que componen las cosas que amo, convirtiéndote en el propio silencio, en el abismo estrecho al que me arrojo, pozo profundo del que bebo. Haciéndote de pan de centeno, de vino de uva joven y maderas oleicas, entonces me da por ponerte en mi mesa como plato principal de cada día. Más tarde te transfiguras en música y en voz, a veces violín, otras, cítara y cuando la luna se aproxima a su ciclo, tu belleza de varón se acentúa y es así -que de pronto- te pareces al aire que entra por la arcada, te colocas detrás de mi oído y resuellas suavemente acuciando a mis instintos –que por vos- se transforman en las poderosas velas de la fragata del marinero.