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Por aquel entonces, existía un universo flotante sobre Guillermo en el que habitaban un montón de palabras raras. Palabras que daban forma al mundo adulto que aún le era ajeno, y que de vez en cuando se descolgaban y le caían en la cabeza provocándole algún chichón de desconcierto.
Aquel 1981, Guille vivió sus diez años de edad con la cabeza llena de chichones de ese tipo. El oscuro mundo de las palabras adultas le ganó espacio a su infancia de fútbol, tebeos y canciones de Parchís, y en su vida irrumpieron un golpe de Estado fallido, un atentado a un señor llamado Ronald Reagan que salía mucho en la tele, la ley del divorcio. Todo un mundo se desplegaba con esos hechos, ante los que Guille reaccionaba maravillado y asustado a partes iguales por la rotundidad con que nombraban realidades nuevas. Golpe de Estado, atentado, divorcio.
-Mamá, ¿cuánto hace de la guerra? –preguntó Guille mientras cenaba delante del televisor.
Su madre no contestó. Estaba hablando atropelladamente por teléfono. Discutía. Guille se veía envuelto por el ruido de una conversación crispada de la que también caían algunas palabras sobre su cabeza. “Estoy harta de tanta tontería, de tantas mentiras. Por mí puedes irte con tus portazos y quedarte con ésa… Ahora es mucho más fácil mandarlo todo a la mierda”.
Qué extraño. Ninguna de esas palabras le era desconocida al niño. Sin embargo, descubrió Guille, sí que lo era todo aquello que nombraban sin nombrarlo. Harta, tontería, mentiras, portazos, ésa, ahora, fácil, mierda. Pinchó los últimos tres macarrones y los tragó sin apenas masticar, mientras en el telediario el locutor subrayaba la importancia histórica de la llegada al día siguiente al aeropuerto de Barajas de un cuadro que había pintado un señor en la guerra.
-Mamá –insistió el pequeño, molesto por la poca atención de su progenitora y asustado por la realidad adulta con que ella iba dirigiendo las palabras hacia el otro lado del teléfono-: la guerra, que cuánto hace.
Tampoco esta vez hubo respuesta. No para él. Su madre contuvo el aliento, y en un gesto paralizado dio con el punto y final a la discusión telefónica y a algo más. “Quiero el divorcio”. Y Guille vio cómo unas lágrimas corrieron por las mejillas de su madre, que colgó y quedó con la mirada perdida, apuntando a la imagen televisada de un rostro cubista en blanco y negro que también lloraba.
-Cuarenta y cinco años, la guerra empezó hace cuarenta y cinco años y terminó hace cuarenta y dos –contestó la mujer, con un tono disperso y lejano que súbitamente se quebró y la devolvió a aquella casa, aquel salón, aquel telediario-. Hay que ver qué feo es el Guernica ése, ¿no? Tanto bombo a un cuadro tan horroroso...
-Pues a mí me gusta. Es un poco triste, pero me gusta –dijo Guille, tras darle un beso de buenas noches.
Antes de dormir, ya en su cuarto, Guille gastó un rato en leer la última historieta de Mortadelo y Filemón y preparar el chándal para el partido de fútbol del día siguiente, mientras tarareaba una canción cualquiera de Parchís. Lo normal. La imagen del Guernica en su retina, sin embargo, le remitió a aquel universo que le iba ganando terreno. Y sintió un escalofrío cuando, al apagar la luz y cerrar los ojos, un eco cercano le agravó un chichón reciente: “Quiero el divorcio”.

Texto agregado el 22-04-2008, y leído por 130 visitantes. (1 voto)


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