Viste cómo los vidrios cortaban esa desnudez que quedaba en mis ojos, mojados, de tanto odio; un repudio que se acrecentaba a medida que las imágenes adornaban el océano en mi mente, durante el trayecto hacia mi casa.
Mientras las estaciones grababan rostros, que sólo deseaban arrancarme la ropa en cualquier cemento de barra. Y me hubiese comido crudo a cualquier sátrapa oxidado divagando en placeres urgentes, les hubiese arrancado las manos que me miraban acariciando lo que no dejaba reconocer mi telar, hubiese estrujado con ganas los genitales de cada quien sulfuraba en su intento de goce espiral. Recorría en mis venas un hervor sin comparación a alguna sensación que jamás haya testado mi sangre, pues venía de la cita con el diablo.
Viste cómo los vidrios se clavaban en la acidez que ardió en mis entrañas, ahogadas, de tanta rabia; encarcelando las voces en mi cerebro y donando sus llaves, para esparcir a la distancia, un grito envenenado de venganza.
E intentaba inútilmente recuperar el aliento en unos versos y poemas, que acababa de comprarle a una mujer, que sintió la desazón que me aquejaba. Tal vez, por ser mujer; tal vez, por oler mi indignación; tal vez, por ser la autora de lo que vendía; tal vez, por ser poeta... y en ellos, deposité las pupilas que acababan de ser víctimas de lo que se convertiría en cenizas, luego de prenderse fuego ocular, cada vez que se posarían esos cuadros como dardos con espinas en mi frente. De lo que no lograba escupir, vomitando el contacto enfurecido, rechazaba el propio perfume que ya emanaba mi piel, mi cuerpo.
Hacía menos de dos horas, cuando viste cómo los vidrios golpeaban a mis puños, rompiendo en mis codos cuando los abrazos no alcanzaban a entender su vacío.
Todo aire. Todo espuma. Todo diluyéndose en un banco adormecido, pero oía lo que mi cabeza intentaba descargar en su pintura. Aunque no sangró con sangre. No. Solo con despecho y bajeza.
Muy poco inmune resultó el cinturón que ajustaba mis palabras, al contarte de la mancha que se había colado en mi cuerpo hace instantes. La mancha que arengaba la euforia, y me consumía en lucha por quien había bebido con permiso ajeno, a lo conocido por desconocer. Pero en ese momento, cuando te contaba, no sospeché qué te aquejaba, sólo que a razón menos de media hora, golpeaste a mi puerta y fuiste mi salvación. Aunque me escuchabas, y me entendías y no; aunque tus hombros, hayan ayudado y no; aunque tu contención pretendía disimular su calor; no era suficiente. Nada era suficiente para sacarme de encima el olor de su violencia, la cita entre vidrios, los ojos del diablo, su mancha.
Tengo asco, frío y sexo oprimido. Busqué al tiempo para refugiarme en su silencio, y encontré al desconsuelo vengándose de su premio, y tarde, como siempre, ni siquiera se pudo ocultar de su vanidad. Como nunca. Como siempre. Como es. Como ya no será.
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