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Esta es la historia de un niño que disfrutaba como ninguno el arreglo del Árbol de Navidad y que un día se fue, dejando un recuerdo vivo por el que cada Navidad se renueva la esperanza de volverlo a encontrar.


MI HIJO y EL ÁRBOL DE NAVIDAD


Nunca he sabido de un niño que disfrutara el Árbol de Navidad con mayor intensidad que, cuando era pequeño, mi hijo Germán.

La relación entre ellos no era la de un infante con un objeto decorativo, era la amorosa y vehemente relación entre dos seres vivos: mi hijo y el árbol de Navidad.

Su entusiasmo empezaba, y desde ese momento era desbordante, con la planeación del arreglo; después, obtener el dinero para, con especial cuidado, administrarlo; revisar las series de luces para verificar que todas encendieran y reponer las que se encontraran fundidas; examinar, igualmente, las esferas y demás adornos; desechar lo que pareciera deslucido y adquirir las novedades salidas ese año al mercado para, una vez completado el material, armarlo con cuidado y dedicación, como si se tratara de la más delicada e importante obra de ingeniería.

Una vez terminado todo, llegaba el momento de probar el encendido lo que se hacía con la solemnidad de la presentación de una importante obra artística y, en ese momento, como si hubiera un invisible sistema de maravillosa y perfecta sincronía, accionar el interruptor, encender las luces y, al mismo tiempo, provocar la sonrisa de los presentes, esto es, todos los miembros de la familia.

Después, cada quien se dirigía a donde sus actividades lo llamaban y él se quedaba ahí sonriente y satisfecho sentado en un sillón frente a su obra.

Más tarde iba por ropa a su recámara y preparaba su cama en el sofá con la vista fija en “su” árbol al que contemplaba como hipnotizado, hasta que el sueño lo vencía y acudíamos su madre o yo a apagar las luces.

Y así era año tras año. Sentado frente al árbol fue: primero un niño desarrollando fantasías, después un adolescente cultivando sueños, más tarde un joven planeando su futuro y, al cabo del tiempo, un hombre administrando su forma de vida .

Esa atmósfera creada alrededor del árbol navideño nunca se rompió, la mágica relación entre el árbol y el ser humano se desarrollaron al mismo tiempo; el niño que pedía permiso para ir a jugar al parque se convirtió en un adulto que demostró ser capaz de grandes hazañas.

Mi hijo era, como son todos los hijos para sus padres, un ser muy especial.

Cuando yo le preguntaba, como se acostumbra preguntarles a los niños, qué iba a ser cuando creciera, el me contestaba que iba a ser un gran viajero para recorrer el mundo hasta los más lejanos rincones. Yo le argumentaba que eso no era una profesión, que tenía primero que elegir una carrera, terminarla, demostrar su capacidad para desarrollarla y obtener así los recursos suficientes para poder viajar después.

Pidió estudiar en el extranjero y se le mandó un tiempo a Estados Unidos de Norteamérica.

Cuando regresó, con el dominio de ese idioma considerado universal, se negó a seguir la carrera que yo, con esa miopía mental que a veces padecemos los padres, le exigía, y me demostró que tenía muy claro lo que quería y, además, la capacidad y carácter para conseguirlo.

Por su cuenta, y sin mi ayuda, consiguió trabajo en una empresa que se dedicaba a organizar congresos, convenciones y exposiciones internacionales y así consiguió, para mi sorpresa y satisfacción, llegar a la meta que siempre se propuso: Viajar por todo el mundo.

Desde el momento en que se independizó se convirtió en el hijo más cariñoso, respetuoso y apegado a sus padres. El apego no era, claro, de presencia física, él siempre andaba viajando, pero antes de salir nos lo comunicaba, al regresar telefoneaba igualmente avisándonos el regreso y, como detalle significativo de su cariño filial, siempre llegaba con algún recuerdo de su viaje: un reloj de cucú de Alemania, unos gobelinos de España, una botella de saki de Japón, etc. El obsequio, por supuesto, no era especialmente costoso, lo que nos satisfacía era el saber que anduviera donde anduviera recordaba con cariño a sus padres.

Por razones de trabajo hube de trasladarme al norte del país, llevando conmigo, por supuesto, a mi esposa e hija menor, quedando los dos mayores, hombre y mujer (ella casada) en la capital del país.

Germán, como costumbre invariable, cuando estaba en México, cada domingo, alrededor de las diez de la mañana llamaba por teléfono y nosotros arreglábamos siempre nuestros compromisos para estar en casa a esa hora. Nunca faltaba la llamada.

Repentinamente, un domingo, la llamada no llegó.

— No te preocupes — le dije a mi esposa buscando un tono que le restara importancia al asunto.— ten por seguro que está bien, simplemente hoy no pudo llamar y eso es todo. Ya llamará el domingo próximo.

— Claro, ¿Por qué iba a preocuparme? Si no hay noticias, son buenas noticias — contestó ella, repitiendo esa frase popular — No estoy preocupada.

Pero en el fondo (nos lo confesamos después) temimos que algo malo pasara.

Al siguiente domingo nos llamó como de costumbre.

— Estuve un poco enfermo .— Nos dijo en tono despreocupado — Nada de cuidado. No tuve forma de avisarles, pero ya estoy bien.

Mi esposa le hizo las recomendaciones de costumbre y nuestra preocupación desapareció.

Unas semanas después la llamada volvió a faltar y a la siguiente semana también.

Yo no hacía mención de esa falta de comunicación para no intranquilizar a mi esposa y ella también callaba para no alarmarme a mí.

Al final, mi esposa no resistió la tensión y habló con mi hija mayor ya que vivía en la misma ciudad que él, para que fuera a buscarlo.

Fue entonces cuando nos enteramos de la terrible verdad.

Mi hija mayor me dio a mí la noticia para que se la comunicara, de la manera que yo creyera conveniente, a mi esposa: Germán estaba internado en un centro hospitalario con un cáncer tan agresivo y avanzado que lo tenía ya en la fase terminal.

Nunca nos lo había comunicado, ocultándolo para no causarnos ese dolor.

Dar a mi esposa la noticia fue el peor momento de mi vida.

Nos sentamos frente a frente. Mi hija menor, que ya estaba enterada, al lado de mi esposa buscando darle apoyo en su momento.

Y empecé a hablar.

No recuerdo qué palabras usé, pero las pronunciaba con suavidad y cautela, como quien maneja un material altamente peligroso y explosivo.

Mi esposa, frente a mi, escuchaba con una impresionante inmovilidad como si no oyera nada. Tal vez negándose a creer. Su rostro tenso; sin el menor movimiento en ningún músculo de su cara; con la mirada perdida en unos ojos secos de los que no brotaba ni una sola lágrima; con una terrible palidez.

Cuando terminé de hablar, quedó un momento inmóvil, después se levantó lentamente sin pronunciar palabra y, con movimientos de autómata, empezó a caminar.

La seguí hasta la recámara sin saber que decir o hacer. Ella cerró la puerta dejándome afuera. Quise entrar, pero el seguro de la puerta me lo impidió. Recargué mi frente en la madera y la oí llorar, un llanto sin gritos, sordo, contenido, desgarrador.

Yo quería forzar la puerta, entrar, abrazarla, hacerla sentir cuanto la amaba, llorar con ella, que se diera cuenta de que yo sufría el mismo intenso dolor, sin encontrar palabras que sirvieran de consuelo.

No sé cuanto tiempo estuvimos así.

Lo que siguió después fue una espantosa pesadilla.

Conseguir el vuelo más próximo y enviar a mi esposa en compañía de mi hija menor a que estuvieran con Germán.

Acudir a la Empresa donde trabajaba para solicitar el permiso y salir, después, yo también.

Tratar de ganarle tiempo al tiempo buscando volar a través de Monterrey para llegar a México más temprano que en vuelo directo desde la ciudad donde vivíamos.

Cuando llegué, mi hijo había fallecido y tuve que arreglar los trámites del sepelio, enfrentándome a los inhumanos buitres que en esos momentos se esmeran en sacar el mayor provecho económico del dolor.

Recuerdo todo de una manera confusa como si se tratara de una experiencia ajena, como algo vivido por otra persona y no por mí.

Ahora, ya pasado el tiempo, la resignación se ha impuesto. La vida sigue su curso.

La Navidad que se aproxima será una más en la que mi hijo Germán no se siente frente al Árbol de Navidad a dejarse hipnotizar por sus centelleantes luces de colores, mientras su pensamiento vaga.

Siento, sin embargo, que su imagen, en nuestros recuerdos, está, cada vez más clara, más vívida, más cercana y sé que algún día, no sé cuándo, dónde, ni cómo, nos volveremos a encontrar.

Febrero, Mes del Niño.

Texto agregado el 22-04-2008, y leído por 824 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
01-05-2008 Que relata tan real, lleno de nostalgia, pero muy de fondo del sentimiento.... bello 5* tuga
30-04-2008 ese relato llego a mi corazon, es tan triste pero, no se por que a la vez tan tierno, todos nosotros opinamos que es uno de los mejores relatos que hemos leido nuestras 1.000.000*estrellas the_frankies_xD
25-04-2008 Intuyo que esto no es un cuento, sino una historia real. Me llegó al alma. Yo también soy madre y puedo imaginarme un dolor así, el más grande del mundo. Muy bien escrito, transmite. margarita-zamudio
24-04-2008 precioso relato, conmueve y deja pensando en una misma y su familia, mis ********** y toda la admiración por sus letras divinaluna
24-04-2008 Alfonso, yo ya había tenido la suerte de leer este cuento tan triste, un abrazo...tú sabes cuanto te aprecio. kalebcillo
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