Crecí dentro de una familia católica, que iba misa a los domingos, Papá balbuceaba los cantos del coro sin saberse ninguno, mientras yo y mis hermanas nos reíamos entre dientes y contábamos el tiempo, esperábamos a que llegara el momento del saludo de paz, montábamos una escena, inclinar la cabeza entre nosotros como si fuéramos extraños y al mismo tiempo nos quisiéramos, sintiendo una amor fraternal e inocente a primera vista. Mamá indiferente a nuestros juegos miraba al padre mientras que en silencio deseaba ver a su hijo hecho un sacerdote, un deseo que fue más una fantasía platónica que una imposición matriarcal, pues nunca hasta ahora me puse un hábito, toque un niño, o hice una rifa fraudulenta.
Mamá tuvo esa quimera en la cabeza hasta que cumplí los quince, y no la culpo, pues el sacerdote del barrio en aquel entonces era un hombre al cual recuerdo con respeto, brillante y alegre, bastante moderno y animado. Héctor se llamaba, y a diferencia de todos los otros curas, no andó nunca en fraudes y nunca tuvo sospechas de acoso. Luego de la partida del ilustre padre a Argentina, mamá dejó de insistir con las indirectas acerca de mi vocación eclesiástica, que por un “milagro” estuve a punto de creerme antes de los quince.
Yo aun tenía catorce, nunca novia, frenos, flaco como hasta ahora, torpe y esperanzado, peinado con aspecto húmedo, que en verdad era pelo plastificado en gomina, aun veía bien, comía bien y jugaba todas las tardes con un nutrido grupo de amigos, un sábado de cada mes iba a consulta con el ortodoncista a que me ajustaran el endemoniado retenedor. Uno de esos sábados de ortodoncia, y después de mi revisión dental y de haber ajustado con una pequeña llave el mecanismo del aparato de tortura, salí con mamá y papá a la casa de la abuela, en el camino mi retenedor, que deberá su nombre tan justo por ser el lastre en la evolución social del adolescente, sonó en un chasquido inusual dentro de mi boca encendida en dolor. Yo empezaba a temer lo peor.
Ya en la casa de la abuela, atravesé el gigante patio y me metí en el único baño que quedaba al fondo de la casa, me quité el retenedor y vi como de lado a lado de la pasta traslúcida y rosa se extendía una fractura completa que lo hacía inservible, mis manos temblaban nerviosas, me sentía culpable, la ortodoncia era costosa, especialmente ese aparato que ahora yacía roto en el cuenco de mis manos, debía quedarme callado, calmarme e inventarme algo para dentro de un mes, en la siguiente consulta.
Una mentira por un mes, o más bien un silencio y quizá al final la mentira, alguna manera para explicar que yo no tenía nada que ver en la destrucción de lo que, ya había declarado, odiaba. Pensaba, me jugaba por echarle la culpa a alguien, pero a quién, cuando se es pequeño solo puedes culpar a los menores o a tus amigos, y como iba yo a hacerlo, cómo? si justo el frenillo era el motivo de burla y la cruel felicidad de todos mis compañeros.
Una semana pasó y cada vez era más difícil dormir, aun no encontraba la manera de remediar el lío en el que me había metido. en las tardes aprovechaba mis soledades momentáneas para esculcar los cajones y cajas de mi papá, buscar pegantes, gomas, soluciones y cualquier cosa que me pudiera ayudar a recomponer el frenillo, pero aunque a primera vista había logrado reunir las partes, luego de un tiempo en mi boca y de que mi saliva desasiera las pócimas, el frenillo volvía a despegarse. Afortunadamente no morí intoxicado en los innumerables intentos, soy conciente que tragué desde Super-bonder, hasta Epoxi.
Luego de varias alucinaciones, dolores de estomago, jaquecas, incidentes, como mandíbulas pegadas por los dientes o raspaduras en el paladar, Mamá nos llevó temprano el domingo a misa en la catedral, donde los feligreses más fervorosos, por supuesto los más ancianos, iban a escuchar la voz de ultratumba del obispo, que se perdía como un gemido mortecino en los recovecos de las gigantescas cámaras de piedra y ladrillo durante algo más de una hora Al final de la insoportable celebración, pasado el medio día, la multitud se volcaba por las tres puertas que daban al parque central en una marcha hipnótica en donde los abuelos cojeaban, saludaban, mascullaban mientras arrastraban sus pies, como en un éxodo, como una estampida en desesperante suspensión.
En el vestíbulo de la catedral había una pileta llena de agua que el padre bendecía para gusto de sus fieles, agua que para mis hermanas y yo era otro motivo para la dramaturgia. Hundíamos el pulgar en el agua y luego de haberlo ungido en el liquido no lo pasábamos por la frente dibujando una cruz invisible, luego fingíamos que el agua nos quemaba, estirados en un estertor suponiéndonos posesos.
Pero ese domingo no, ese domingo no podía, pues me sentía pecador, mis hermanas sin dudarlo lo hicieron y yo, para no levantar sospechas, unté el agua haciendo la cruz y pidiendo un milagro, pero para sorpresa mía al contacto inmediato del liquido tibio empecé a sentir una comezón, me arrepentía de tantas burlas alrededor del agua, veía como mi secreto, mi mentira, mi falta me ardía en la cara, quemándome el ceño fruncido de estupor. A pesar del dolor continué sin decirles nada.
Dos días después una cruz de pústulas se levantaba justo en mi entrecejo, granos rojos con puntas llenas de un líquido amarillento me hacían parecer un niño endemoniado y enfermo. Al principio intenté ocultar el sarpullido con una gorra azul y blanca de los White Sox, pero luego de un tiempo el dolor era tan intenso que mi frente no aguantaba el roce de la dura tela, así que al finalizar de la tercera semana, con lágrimas en los ojos, pus en la frente y convencido del castigo divino por mi mentira, les confesé a mis padres el incidente, la temida reprimenda nunca sucedió, quizá porque ellos también pensaron que esta vez dios y sus misteriosas acciones habían hecho el trabajo, ya nada más era necesario.
Una semana después, en la nueva consulta, el ortodoncista ni siquiera dijo algo sobre el asunto, que para mi inocente cabeza era un grave suceso, el hombre estaba más concentrado en la erupción sanguinolenta de mi frente que en el freno quebrado que salía de mi boca. Igual, decía el, en un mes teníamos que empezar la nueva etapa del tratamiento, nuevos aparatos, más modernos, Aun más caros, pensé, con los que tendría que luchar durante el resto de mi adolescencia.
Hace unos días y luego de mucho tiempo sin verla, me encontré de frente con la milagrosa pileta, el agua lucía igual que hace seis años, densa, y perturbaba por los dedos regordetes de los ancianos, con sus uñas largas y sucias, con sus manos sudorosas por el calor de algo más de una hora en una catedral atestada y sofocante, con esparadrapos enmugrecidos, con harapos inmundos y pesados, cientos de personas, cientos de manos, miles de dedos ungidos por la misma agua sucia, dentro de la misma pileta séptica, con el fondo turbio e infecto. Antes de que mi hermana, que ahora tiene 15 y de todo esto no se acuerda, hundiera el dedo juguetón en la pileta, la detuve y le dije --no querrás confesar tus mentiras, ni creer en milagros, no querrás una cruz en tu entrecejo.
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