Bajo aquel sombrero gris, sus ojos husmeaban el juego de los otros. Un habano entre sus labios exhalaba ese placer que el dinero, las ansias de triunfo y los dominios dan, en un infierno de suspiros sobre esa mesa pueblerina. El cono de penumbra proveniente desde un cielorraso descascarado recaía sobre cartas ocultas e irresolutas, mientras risas irónicas aventajaban siempre las miradas, haciendo que todos se mantuvieran expectantes a movimientos y frases. Don Fernando el presidente del club; el cholo Bardas, afiebrado de lujuria y el petiso Pineda, trampeador profesional, compartían charlas y azares, junto a un tal Valerio Roldán, alias el manso. No saben si por descuido o resultado de tantos triunfos y tropelías, esa noche se lo veía cansino, aferrado al tinto con la mirada trasparente y labios dubitativos. Al parecer una jugada sospechosa de Don Fernando, cómplice con sus secuaces, hizo que “el manso” encolerizara ante una boca enardecida y pupilas dilatadas, gritando estas últimas palabras antes de irse del lugar: Ustedes mismos se traicionaron... Culminando así una odisea de naipes y billetes como consecuencia de este sino...
Dicen que sus compañeros nocturnos nunca más pudieron ganar un juego de cartas, hasta perderlo todo. A Valerio tampoco lo volvieron a ver, al menos en esta vida...
Ana Cecilia. ©
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