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En ese tiempo era yo interno de San Carlos. Frisaba en los dieciocho años y tenía compuestos algunos centenares de versos, sin que se me hubiera ocurrido publicar ninguno ni confesar a nadie mis aficiones poéticas. Disfrutaba de una especie de voluptuosidad en creerme un gran poeta inédito.

Repentinamente nacieron en mí los deseos de ver en letras de molde algunos versos míos. Por entonces se publicaba en Lima un semanario ilustrado que gozaba de mucha popularidad y era leído y comentado los lunes entre los aficionados del colegio: se llamaba “El Lima Ilustrado”. Después de leer veinte veces mi colección de poemas, comparar su merito y rechazar hoy por malísimo lo que ayer había creído muy bueno, concluí por elegir uno, y copiarlo en fino papel con la mejor de mis letras. Temblando como un reo que se dirige al patíbulo, me encaminé un domingo por la mañana a la imprenta de “El Lima Ilustrado”. Más de una vez quise regresarme, pero una fuerza secreta me lo impedía. Con el sombrero en la mano y haciendo mil reverencias, penetré en una habitación llena de chibaletes, galeras, y cajas llenas de tipos de imprenta.

—¿El señor director? —pregunté queriendo mostrar serenidad, pero temblando.

—Soy yo, joven.

Me dio la respuesta un coloso de cabellera crespa, color aceitunado, mirada inteligente y modales desembarazados y francos. En mangas de camisa, con un mandil blanco, cubierto de sudor y manchado de tinta, se ocupaba en colar fajas y pegar direcciones.

—Me han encargado que le entregue a usted una composición en verso.

—Pasemos al escritorio.

Ahí se caló las gafas, me quitó el papel de las manos y sin sentarse ni acordarse de de convidarme asiento, se puso a leer con la mayor atención.

Era la primera vez que ojos profanos se fijaban en mis lucubraciones poéticas. Los que no han manejado una pluma no alcanzan a concebir lo que siente un hombre al ver violada, por decirlo así, la virginidad de su pensamiento. Yo espiaba la cara fisonomía del director para ir adivinando el efecto que le causaban mis versos: unas veces me parecía que se entusiasmaba, otras que me censuraba acremente.

—¿Y quién es el autor? —me dijo, concluida la lectura.

Me pues a tartamudear, a quiere decir algún nombre supuesto, a murmurar palabras ininteligibles, hasta que concluí por enmudecer y tornarme como una granada.

—¿Cómo se llama usted, joven?

—Roque Roca.

—Pues bien, yo publicaré la composición en el próximo número y pondré el nombre de usted, porque usted es el autor: se lo conozco en la cara. ¿Verdad?

No pude negarlo, mucho más cuando el buen coloso me daba una palmada en el hombro. Me convidó asiento y se puso a conversar conmigo como si hubiéramos sido amigos de muchos años.

Al salir de la imprenta, yo habría deseado poseer los millones de Rothschild para elevar una estatua de oro al director de “El Lima Ilustrado”.


II


Cuando el semanario salio a luz con mis versos, produjo en San Carlos el efecto de una bomba. !Poetam habemus!, gritó un muchacho que se acordaba de no haber podido aprender latín. En el comedor, en los patios, en el dormitorio y hasta en la capilla, escuchaba yo alguna vocecilla tenaz y burlona que entonaba a gritos o me repetía por lo bajo una estrofa, un verso, un hemistiquio, un adjetivo de mi composición. La insolencia de un condiscípulo mío llegó a tanto que al pedirle el profesor de Literatura un ejemplo de versos pareados, indicó los siguientes:

El poeta Roque Roca
echa flores por la boca.

Con decir que el mismo profesor lanzó una carcajada y me dirigió una pulla, basta para comprender el maravilloso efecto de los dos pareados: a la media hora los sabía de memoria todo el colegio y andaban escritos con lápiz negro en las paredes blancas y con polvos blancos en las pizarras negras. No faltaban variantes, como:

El poeta Roque Roca
echa coles por la boca.

El poeta Roque Roca
echa sapos por la boca.

Un bardo anónimo no muy versado en la colocación de los acentos, escribió:

El poeta Roque Roca
es un inconmensurable alcornoque.

Agotada la paciencia, recurrí a las trompadas; mas como el remedio empeoraba el mal, acabé por decidir que el partido más cuerdo era no hacerles caso y no volver a publicar una sola línea.

Sólo encontré una voz amiga. Había un muchacho a quien llamábamos el Metafórico, por su manera extraña y alegórica de expresarse. El Metafórico me llamó a un lado y me dijo, con la mejor buena fe:

—Mira, no les hagas caso y sigue montando en el Pegaso: el ruiseñor no responde a los asnos; Poeta-aurora, desprecia a los Hombres-coces.

Las palabras me consolaron, aunque venían de un chiflado. ¡Qué voz no suena dulce y agradablemente cuando se duele de nuestras desgracias y nos sostiene en nuestras horas de flaqueza!

Yo contaba con un amigo de corazón: Braulio Pérez. Juntos habíamos entrado al colegio, seguíamos las mismas asignaturas y durante cinco años habíamos estudiado en compañía. En cierta ocasión, una enfermedad le retrasó en sus cursos: yo velé dos o tres meses para que no perdiera el año. ¿Quién sino él estaría conmigo? Como ni una palabra me había dicho sobre mis versos, ni salido en mi defensa, su conducta me pareció extraña y le hablé con la mayor franqueza.

—¿Qué dices de lo que pasa?

—Hombre —me contestó—, ¿por qué publicar los versos sin consultarte con algún amigo?

—De veras.

—Tú sabes que yo…

—Cierto.

—Estoy hasta resentido de tu reserva conmigo.

—Lo hice de pura vergüenza.

—Si alguna vez vuelves a publicar algo…

—¿Publicar? Antes me degüellan.

Mantuve mi resolución un mes, y la habría mantenido mil años, si el director de “El Lima Ilustrado” no se hubiera aparecido en el colegio a decirme que se hallaba escaso de originales en verso y que me exigía mi colaboración semanal. Quise excusarme; pero el hombre —lisonjero— me comprometió a enviarle cada miércoles una composición en verso.

Concurrí al amigo Braulio, le conté lo sucedido y le enseñé todo mi cuaderno de versos para que escogiera los menos malos; pero no logramos quedar de acuerdo: todas mis inspiraciones le parecía flojas, vulgares, indignas de ver la luz pública en un semanario donde colaboraban los primeros literatos de Lima. Imposible sacarlo de la frase: “Todas están malas”. A escondidas del amigo Braulio copié los versos que me parecieron mejores y se los remití al director de “El Lima Ilustrado”.

La tormenta se renovó con mi segunda publicación, pero fue amainando con la tercera y la cuarta; a la quinta, las burlas habían disminuido, y sólo de cuando en cuando algún majadero me endilgaba los pareados o me dirigía una pulla de mal gusto.

El único implacable era el amigo Braulio, convertido en mi Aristarco severo, todo por amistad, como solía repetírmelo. Apenas recibía el número de “El Lima Ilustrado”, se instalaba en un rincón solitario y, lápiz en mano, se ensañaba en la crítica de mis versos: uno era cojo, otro patilargo; éste carecía de acentos, aquél los tenía de más. En cuanto al fondo, peor que la forma.

—Mira —me lanzó en una de esas expansiones íntimas que sólo se conciben en la juventud—, mira, el hombre no sólo se deshonra con robar y matar, sino también con escribir malos versos. A ladrones o asesinos nos pueden obligar las circunstancias; pero, ¿qué nos obliga a ser poetas ridículos?


III


Hacía dos meses que publicaba yo mis versos, cuando en el mismo semanario apareció un nuevo colaborador, que firmaba sus composiciones con el seudónimo de Genaro Latino. El amigo Braulio empezó a comparar mis versos con los de Genaro Latino.

—Cuando escribas así, tendrás derecho a publicar —me dijo, sin el menor reparo.

Fui constantemente inmolado en aras de mi rival poético: él era Homero, Virgilio y Dante; yo, un coplero de mala muerte. Cuando mi nombre desapareció de “El Lima Ilustrado” para ceder sitio al de Genaro Latino, muchos de mis condiscípulos me reconocieron el merito de haber admitido mi nulidad y sabido retirarme a tiempo. Sin embargo, algunos insinuaron que el director del semanario me había negado la hospitalidad.

Todos creían envenenarme la bilis con leerme los versos de mi rival, figurándose que la envidia me devoraba el corazón. Braulio mismo me atacaba ya de frente, y se le atribuía la paternidad de este nuevo pareado:

Ante Genaro Latino
Roque Roca es un pollino.

Un día, Braulio, triunfante y blandiendo un papel, se instaló sobre una silla, pidió la atención de los oyentes y empezó a leer una silva de Genaro Latino, publicada en el último número de “El Lima Ilustrado”. De pronto, cambió de color, se mordió los labios, y estrujó el periódico y lo guardó en el bolsillo.

—¿Por qué no sigues leyendo? —le preguntó una voz estentórea: era el Metafórico.

—¡Que siga, que siga! —exclamaron algunos.

—Yo seguiré —dijo el Metafórico.

Se encaramó en la silla que el amigo Braulio acababa de abandonar, y leyó:

Nota de la Dirección.- Como hay personas que se atribuyen la paternidad de las obras ajenas, avisamos al público (a riesgo de herir la modestia del autor), que los versos publicados en “El Lima Ilustrado” con el seudónimo de Genaro Latino son escritos por nuestro antiguo colaborador, el joven estudiante de Jurisprudencia don Roque Roca.

El amigo Braulio no volvió a dirigirme la palabra.

Texto agregado el 21-04-2008, y leído por 8669 visitantes. (0 votos)


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