Había descubierto por experiencia propia que a medida que pasaban los años, despertaba más temprano. Al principio a las primeras luces del amanecer y después cuando aún los gallos dormían y la sombra oscura de la noche cubría la ciudad. Vueltas en la cama, televisión con volumen bajo, a veces, cada vez menos, amor a medianoche, leche con tilo, propósito de mente en blanco y hasta un diazepàn de por medio, todo era inútil. Los sucesos recientes o pasados llegaban a su mente atropelladamente y en el silencio nocturno revisaba sus vivencias dando mil matices a cada acto importante o nimio que se le cruzara por la mente. Cuando ya las luces tímidamente ingresaban por los intersticios de las ventanas, sintió que su mujer, como era costumbre, se levantaba sin decir palabra al baño, volviendo a los pocos minutos.
_ Quién como tú – le dijo- a quien Dios le ha dado el don del sueño.
Solo escuchó un leve, ligero ronquido por respuesta.
Así que decidió salir de la casa, internarse en la negrura del pasadizo que daba a la puerta de calle tratando de hacer el menor ruido para no despertar a los perros. Las luces de neòn con sus múltiples colores alumbraban todavía las puertas de los establecimientos cerrados y las avenidas vacías y aún sucias por el trajín del día, lo invitaban a sumergirse en su tenue claridad. Era la hora perfecta, ni era noche, ni era día. La transición de lo oscuro a lo claro, la hora en que los beodos se despiden de las fiestas apretando compulsivamente el acelerador y no ven a los viejos insomnes que cruzan por las calles…
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