Cuando se llegue el día en el que decidiste cambiar tu vida, cuando la envidia de tus amigas se clave en tu vestido blanco, y cuando el ladrón de los que no pudieron estar ahí te tenga por la cintura, con el arroz en tu cara y las cámaras en tu figura.
Quiero desearte muchas felicidades.
Muchas, pero de veras muchas. Por montones, por chorros, por toneladas.
Que cuando te llueva felicidad no te alcancen paraguas, árboles ni marquesinas para cubrirte.
Que tengas una casa muy, muy grande, de más de tres pisos, y aún así no quepan tus muebles, por que esté llena de felicidad.
Que cuando te embaraces de felicidad no te dure nueve meses, que te dure dieciocho o mejor veintisiete.
Y cuando paras felicidad, sea por lo menos de cuatro kilos y no solo una, que sean dos o mejor tres al mismo tiempo. Y que sea de parto natural, para que la sientas llegar y la abraces fuerte para el resto de tu vida.
Que un día al pasar la calle distraída, te atropelle un camión de felicidad.
Que cada que llores (porque en la vida debe haber llanto), llores de demasiada felicidad.
Que si la felicidad te llega desde el sol, te deje ciega.
Y que cuando el momento llegue, un día paseando por la playa, te arrastre hacia el mar un tsunami de felicidad.
Y que en tu esquela se lea:
“Se ahogó en felicidad; que descanse feliz y en paz”
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