SIN TÍTULO.
Ella siempre se había sentido como una foto en negativo, el reflejo de algo. Tenía la sensación de no estar viviendo su propia vida hasta que se dio cuenta de que fuera de la manera que fuera, vida sólo hay una y fue entonces cuando le entró el pánico y el miedo a la muerte.
Lucía nació a los pies de un pilar de iglesia. Prematura, nadie la esperaba tan pronto pero celebraron su nacimiento por todo lo alto. Vivía en una casa enorme, rodeada de palmeras, llena de gente con miles de historias calladas, nunca contadas. De pequeña le gustaba esconderse en recovecos y fingir fugas que duraban muy poco u organizar aventuras hacia la maleza, zona que los adultos le tenían prohibida. Le gustaba jugar sola y cuando lo hacia con los demás niños animaba a todos a imaginar que huían de algo que les perseguía peligrosamente, una bruja, extraños híbridos entre hombres-máquina… Por la tardecita se sentaba en el suelo del cuarto de las costureras y cosía retales mientras escuchaba cotilleos sobre lo que está bien o mal, sobre quién era una desvergonzada y quién se la pasaba en la taberna. El ruido de las máquinas de coser la iba adormeciendo hasta la hora de la cena.
En una de las escapadas hacia la temible maleza dio con una pequeña casa que no había visto antes. Pensando que era todo un descubrimiento y que sería la primera en reconocerla se acercó despacio. Miró por el hueco de las maderas de la puerta de atrás, había seis jaulas con hurones, una mesa de madera con tres sillas, una cama, dos fogones y poco más. Cuando hubo echado un vistazo se alejó corriendo pero esa noche no pudo dormir debido al nerviosismo causado por el hallazgo. Tenia que seguir indagando al día siguiente.
Durante la desayuno guardó pan por si surgía algún imprevisto durante la segunda inspección y sé marchó rápido a buscar a algún acompañante. La elegida fue Carla, una niña que vivía en su casa. Una mera compañía para el viaje a la que habría que convencer contándole alguna bonita historia aunque existía el riesgo de que Carla se fuera de la lengua, pero ya se le ocurriría algo para que el desastre no se produjera.
Carla no estaba muy convencida pero la curiosidad pudo más que el miedo a saltarse las normas y las dos niñas se metieron en la maleza, rumbo a la misteriosa casa. Llegaron lentamente hasta la puerta, las dos temblaban ansiosas. Dentro había alguien que hablaba con los hurones. Un viejo barbudo de los cuentos que las niñas leían, Lucía se sentía dentro de uno de esos cuentos cuando Carla rompió a llorar. Antes de que hubiese tiempo para reaccionar el viejo salió de la casa casi más asustado que las niñas. Cuando consiguió calmarlas las reconoció enseguida, eran niñas de la casa Malva, la grande al otro lado de la maleza. El viejo barbudo resultó ser el cazador más viejo y solitario del lugar. Lucía le ofreció su pan y él vino caliente, les presentó a los seis hurones que tenían nombres de los seis días semana. El cazador se llamaba Domingo y guardó el secreto de las niñas para siempre, que lo saludaban tímidamente si lo veían rara vez en el pueblo.
Lucía odiaba ir a la iglesia pero era algo de lo que no podía librarse, todos los martes y jueves tenia que ir a ponerle flores a algún santo y si se encontraba con el cura éste le recordaba el día que nació bajo el pilar, bendecida desde el principio de su existencia.
Lucía sabia que Don Andrés sentía predilección por ella, desde que era muy pequeña le pedía a su abuela que la llevara a la iglesia para hacerle carantoñas al pequeño milagro mientras que la niña prefería quedarse por fuera de la iglesia correteando o haciendo los ramos de flores más originales y dando gracias de que no le hubiesen puesto de nombre Pilar o Milagros.
Los años pasaron muy rápido, Lucía se daba cuenta de que en su memoria iban quedando sólo pequeñas anécdotas y muy pocas personas a las que querer recordar. Su cuerpo estaba lleno de cicatrices de sus innumerables caídas, heridas de batalla de sus aventuras, pero no eran realmente marcas que le recordaran a nada. Cada vez se fue haciendo más solitaria aunque no fue una niña rara, sólo que le gustaba más su mundo y el ruido que el mundo real y las conversaciones de la gente. La iglesia se fue convirtiendo en un refugio seguro donde nunca se cruzaba con otros niños. Devoraba libros a la luz de las velas acompañada del murmullo de los que rezaban, miraba debajo de los ropajes de las estatuas santas una y otra vez sin esperanza de hallar nada nuevo. Un día levantó la enorme tela de terciopelo de la cama donde yacía una escultura del Cristo Muerto y de debajo salió un hombre delgado, con las ropas raídas y los pies sucios: Lucía se quedó petrificada, no era nadie del pueblo. El hombre empezó a suplicarle que no lo echara de la iglesia, que no tenia donde dormir ni nada que comer, estaba escondido esperando para robar las donaciones que se hacían en la misa de la tarde. Aunque la niña no pudo pronunciar palabra el hombre huyó y nunca más se supo de él. Lucía no volvió a levantarle el vestido a ningún santo.
A los dieciocho años Lucía se marchó a la capital para buscar trabajo aunque para ella suponía el comienzo de una etapa esperadísima. Sus infinitas ansias exploradoras necesitaban espacios nuevos. Estuvo trabajando seis meses en una cafetería, dos vendiendo entradas en el cine y cuidando niños, otros dos en un parque de atracciones y luego empezó en una floristería que fue el nuevo espacio a explorar que más le gustó. Intentaba buscar alguna característica en común entre el cliente y el tipo de flores que se llevaban. Si alguien se llevaba claveles debía ser alguien muy clásico, si elegía rosas se trataba de alguien con poca imaginación, si eran lirios, muy romántico, orquídeas, muy delicado, etc….Cuando terminaba el trabajo iba directa a la cafetería de la esquina, pedía un café largo para llevar y paseaba hasta su casa. Aunque le seguían gustando los libros se limitaba a comprarse varios cada mes y leía la contraportada, después de esto le parecía que ya se los había leído y los iba amontonando en su piso. Su vecina hacía lo mismo pero con los hombres. Mina compartía piso con sus peces naranjas, estudiaba periodismo en la universidad y trabajaba en una pequeña revista creada recientemente por gente joven A Lucía le encantaba sus charlas cuando se prolongaban hasta tarde, las dos sentadas en la terraza bebiendo cerveza y fumando, generalizando sobre el sexo opuesto aunque Lucía aún no había conocido a nadie relevante desde su llegada.
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