Bajo portones y rejas; realidades simultáneas; plazas; edificios; monumentos; árboles; casas o aceras...
Entonces la templada luz se desató en el aire para perderse con los follajes de las hojas y los cielos. Bajo una llovizna cristalina las figuras descendían interminables; rígidas, como gigantescos colmillos teñidos por ese abril mohoso. Hasta rozar un infinito de pájaros multiformes abriendo su color entre las nubes; densas; sesgadas; con sus techos rojos y puntiagudos. Enigmáticas veletas daban vueltas sobre los rascacielos; al costado la torre de la iglesia mecía su campana de este a oeste como una antorcha de sentidos fuegos. Mientras, lentas mesetas de ladrillos bajaban por la pendiente hacia el río, donde oscuras sombras devoraban sus imágenes. La noche de los montes cercaba la ciudad, bañando sus interminables muros de fragancias y placeres. Detrás, el dolor se limitaba inalcanzable; quieto; apartado de la humanidad; silencioso... Yo sólo me detuve a contemplar tanta hermosura que trepaba por la vida, para perderme nuevamente en la arboleda...

Ana Cecilia. ©