UNA HISTORIA EN EL MONTE
Este cuento se lo dedico a mis seis hijos
en recuerdo de nuestra querida perrita "Linda".
El servicio meteorológico que emitía Televisión Española, daba la noticia de la entrada de una profunda borrasca que afectaba a la mitad Norte de la península. Los hermanos Juan-Carlos y César, escucharon con atención cruzando sus miradas preocupados.
Era un viernes de mediados del mes de Enero. Las vacaciones navideñas habían quedado atrás dando paso a la rutina de las clases diarias y en el Instituto donde ambos cursaban sus estudios, se había organizado una excursión a los picos más altos de la Sierra de Gredos durante el fin de semana.
Aquel día estaba siendo bastante movido para los dos hermanos; aparte de los naturales nervios anteriores a una acampada, el hallazgo de una hembra de cachorro de perro, les tenía más alterados que de costumbre. La habían encontrado abandonada, metida en una bolsa de plástico muy cerca de un contenedor de basura y, sin dudarlo, recogieron al animal para llevarlo a casa e intentar salvarle la vida. Mientras oyen las noticias sobre el tiempo probable, están preparando una cama al cachorrito en una caja de cartón en la que han colocado una bufanda vieja de lana sobre una bolsa de goma con agua caliente para que ésto pueda suplir, en parte, el calor y el cobijo de la madre que ya no tiene.
Estaban atareados en este trabajo cuando comenzó a sonar el teléfono. César, que estaba más cercano al aparato, lo descolgó y al conocer la voz del jefe de su clase, le preguntó:
-¿Qué pasa Félix, se hace o no la acampada?
-Sí- la voz del muchacho sonaba por el auricular algo excitada -He hablado con Don Bernardo y me ha dicho que avise a todos para encontrarnos mañana por la mañana a las 7 en la estación de autobuses. Nos vamos haga buen o mal tiempo.
César hizo con la mano una seña de triunfo a su hermano y contestó alegremente:
-¡Estupendo! Así la cosa tiene más interés. Lo vamos a pasar guay. Hasta mañana, Félix.- Y colocando el receptor en su sitio, le dio unas palmaditas en la espalda a su hermano diciendo:
-Nos vamos, Juanqui. Tengo el presentimiento de que pasaremos un día estupendo.
-Y yo también- contestó Juan-Carlos mientras acomodaba a la perrita sobre la bufanda.
Y así, entre nervios, preparaciones y conversaciones, llegó la noche y los dos hermanos se acostaron pronto para tener los cuerpos descansados y aguantar el esfuerzo físico que les esperaba la día siguiente.
El ruidoso timbre del despertador hizo que se levantaran sin remolonear. Se asearon con rapidez y, con mayor rapidez aún, se vistieron, calzaron sus botas de montaña y bien pertrechados, cargando sobre sus espaldas las abultadas mochilas, se despidieron de sus padres a quienes recomendaron, encarecidamente, el cuidado especial de la perrita.
En la estación de autobuses se reunieron con todos los compañeros y cuando aparecieron los profesores, entre risas, comentarios y chirigotas, subieron al autobús que, poco a poco, aceleró la marcha adentrándose en los macizos montañosos cubiertos por la nieve. Cuando llegaron al pueblo, mientras tomaban una bebida caliente, los maestros comenzaron a dar las explicaciones pertinentes. La idea era subir hasta la cima del monte, haciendo un alto para comer y, al oscurecer bajar hasta el valle, acampar y al día siguiente por la tarde, emprender el regreso a casa. Todos asintieron contentos, sin embargo, los profesores no estaban lo suficientemente seguros cuando vieron los nubarrones que aparecían sobre las cumbres más altas; no eran demasiado alentadores, pero al fin. decidieron arriesgarse e iniciaron la subida.
En un principio todo fue bien. La alegría y los ánimos predominaban en el grupo hasta que, cuando ya se encontraban a mitad de camino, después del descanso para la comida, el cielo se oscureció y comenzó a soplar un helado viento huracanado que arrastraba la nieve con fuerza azotando los cuerpos de los muchachos que ya estaban bastante abatidos por el peso de sus mochilas. Pronto se oyeron los primeros gritos:
-¡Ventisca! ¡Es una ventisca!
Los profesores intentaban que nadie se extraviase dando continuamente órdenes.
-¡No separarse! ¡No os paréis! ¡Seguir andando permaneciendo juntos!
La oscuridad se había hecho casi total y los chicos se sujetaban unos a otros asustados mientras observaban sus caras cubiertas por los copos de nieve que se cuajaban en el fino vello de las mejillas, de las cejas y del bigote,dándoles un singular aspecto de ancianos. Ninguno se atrevía a decirlo pero todos pensaban lo mismo. ¿Qué podría pasar si se quedaban aislados en el monte? El frío era glacial y la dificultad en caminar, cada vez se hacía más acusada. De pronto, cuando ya en algunos ánimos estaba haciendo presa el pánico, entre la niebla espesa, el viento y la nieve, surgió como un milagro, la figura tranquilizadora de una casa. Los profesores, más que los alumnos, respiraron aliviados y todos, un poco aturullados, penetraron en el interior de la acogedora vivienda.
La pareja de aldeanos que los recibieron, les ofrecieron amablemente alojamiento para pasar la noche y les recomendaron se tomaran con calma la excursión. Por la mañana, con la luz del día, una vez amainada la tormenta, podrían emprender la bajada hacia el valle.
Lentamente, el buen humor y la alegría propia de la juventud, se abrió paso; había que pasar el rato lo mejor posible y los chicos se agruparon según sus gustos. Unos pensaron que lo mejor era comer, otros se dedicaron a inventar juegos, alguno tocaba la armónica y un grupo más numeroso entre los que se encontraban Juan-Carlos y César, se dedicaron a narrar historias. El ambiente tormentoso era de lo más propicio y se escucharon anécdotas reales o inventadas, cuentos de fantasmas e incluso, alguna historia de amor.
El aldeano dueño de la casa, escuchaba con atención los relatos y en uno de los momentos en el que la conversación comenzaba a decaer, dio principio a su propia historia.
Era este aldeano enjuto y arrugado como un sarmiento, se cubría la cabeza con una boina negra que, de vez en cuando, levantaba brevemente con los dedos sin separarla totalmente de la cabeza, para rascarse la calva con suavidad, como si este gesto le ayudara a pensar o a tener mayor fluidez en su lenguaje, y comenzó así:
"Cuando yo era zagal como vosotros, tenía una perra cubierta de un pelaje blanco que era la más bonita e inteligente de la comarca. Se llamaba Linda. Yo la quería muchísimo y ella correspondía a ese cariño como si de una persona se tratara. Era una amiga y un centinela al mismo tiempo. Enseguida sabía, por su comportamiento, si alguien se acercaba a la casa con buena o mala intención. Así sucedía cuando llegaba Don Manuel, el médico del pueblo que, por aquel entonces, venía con frecuencia a visitar a mi madre enferma de tercianas. Linda retozaba a su alrededor y luego le acompañaba hasta la aldea para volver sola hasta nuestra casa. Pero había otro personaje con el que ocurría todo lo contrario. Era un hombre muy raro que merodeaba hacía un tiempo por el pueblo y sus aledaños sin que nadie supiera de donde venía o a dónde iba."
El aldeano hizo una pausa y levantando su boina ligeramente, se rascó la calva mientras meditaba un largo rato sobre aquellos sucesos lejanos, y después continuó con el relato:
"Su aspecto era muy desagradable. Vestía siempre una capa negra y usaba un raído sombrero también negro. Era alto y delgado y toda su persona transmitía una sensación de oscuridad y maldad. Le acompañaba un perro negro que era tan raro como él y que gruñía continuamente. La gente huía de su lado en cuanto lo veían y las viejas se santiguaban a su paso como si del demonio se tratara. Y tengo que decir que, hasta mi perra Linda que siempre daba buenas muestras de valentía, se amedrentaba ante ellos. En cuanto los veía, erizaba el pelo del lomo huyendo con rapidez de su lado. Aunque esto no era de extrañar, no creáis, pues cada vez que aquel hombre aparecía, le faltaba tiempo para azuzar al perro contra Linda mientras el reía ferozmente; y más de una vez, mi pobre amiga, tuvo que ser atendida por el médico para curarle profundas mordeduras ocasionadas en aquellas peleas.
En el pueblo pronto comenzaron a encontrarse animales muertos sin conocer la causa y otros desaparecían sin dejar rastro. Los niños padecían una enfermedad desconocida que a los pocos días, los llevaba a la muerte y los aldeanos empezaron a culpar de todas estas desgracias, al hombre de la capa negra y a su perro. Y poco a poco, se fue extendiendo la idea de que aquel hombre era el diablo."
El aldeano volvió a hacer una pausa, encendió un cigarrillo con un antiguo encendedor de mecha y volvió a continuar con la historia:
"Vivía entonces, en las alturas del monte, una manada de lobos que acostumbraba a bajar hasta el valle en los crudos inviernos para obtener comida y, cuando esto ocurría, Linda dejaba oír un quedo gruñido como aviso para que tuviéramos precaución.
Una noche en la que mi madre me envió a sacar unos aperos de labranza que estaban guardados en un cuartucho al lado del granero, al abrir la puerta me encontré frente a frente con un hermoso lobo, grande y majestuoso, de pelaje pardo y unos ojos como dos centellas que se quedó totalmente inmóvil observando a Linda. Rápidamente me di cuenta de que ninguno de los dos sentía temor, simplemente se estaban conociendo. Yo, más asustado que ellos, entré en la casa de un brinco dejando a Linda que se entendiera con él y, desde el interior, escuchaba con atención, agarrando mi escopeta por si fuera necesario salir en ayuda de la perra pero, incomprensiblemente, el silencio era total.
Al rato, salí con precaución para ver que ocurría y allí no vi a nadie. Me atreví, siempre con la escopeta dispuesta, a alejarme unos metros de la casa llamando a Linda pero todo fue inútil, la perra no apareció por ningún lado. Como era ya entrada la noche, no quise desviarme más y volví a casa un poco preocupado por su desaparición. No obstante, me animaba a mí mismo pensando que al día siguiente la encontraría dormida donde acostumbraba. Sin embargo, mi esperanza se truncó al despertarme por la mañana y encontrar vacío su sitio.
Me acerqué al pueblo y pregunté a diferentes vecinos si sabían de su paradero, pero nadie la había visto. Al fin, después de una intensa búsqueda, me di por vencido y acepté, con amargura, la desaparición del animal lo mismo que ocurría con tantos otros desde que estaba el hombre de la capa negra en el pueblo.
Aproximadamente, una semana después, al salir una mañana de la casa, con gran alegría y sorpresa, encontré a Linda tumbada en su rincón, profundamente dormida como si nada hubiera ocurrido. Lo único anormal en su comportamiento eran sus asiduas escapadas que duraban un par de días, al cabo de los cuales, volvía a aparecer sin ningún signo de cansancio o pelea. Hasta que un día en el que estaba jugando con ella, observé su vientre excesivamente abultado y sus tetillas desarrolladas de una manera exagerada y comprendí a dónde iba en sus escapadas: Linda tenía un amor en alguna parte y se había quedado preñada. Esto me dio una gran alegría pues pensaba en lo bonitos que iban a ser los cachorros que pronto nacerían cuando, un día aciago en el que la ventisca azotaba el lugar lo mismo que hoy, mi madre padeció un fuerte ataque. Yo no sabía qué hacer, necesitaba la urgente ayuda del médico pero no me atrevía a dejarla sola, así que no se me ocurrió otra cosa que llamar a Linda y decirle: "Linda, a por el médico, corre" El animal me miró fijamente, enderezó sus orejas y como una flecha salió hacia la aldea. La vi partir apenado por su torpe carrera, el parto estaba cercano y no era tan ligera como antes, pero la preocupación por la salud de mi madre me hizo olvidarme de su situación.
Pasé un largo tiempo preocupado, escuchando el golpeteo de la ventisca sobre la casa hasta que, al fin, llegó el médico seguido dócilmente de la perra. Don Manuel me dijo que venía completamente agotada y debía descansar pues el camino había sido difícil y peligroso. Después de atender a mi madre vio que, afortunadamente, no estaba tan grave como parecía y el médico y yo, nos preparamos un café caliente para entonarnos dispuestos a pasar la noche lo mejor posible. El frío era intenso y el temporal arreciaba, cuando oímos los asustados ladridos de Linda que se alejaban de la casa seguidos del gruñido feroz del perro que acompañaba al hombre de la capa negra. Ambos salimos corriendo a por la perra al mismo tiempo que oíamos las crueles carcajadas de aquel ser endemoniado.
Asustados comenzamos a llamar a Linda sin resultado alguno. seguimos insistiendo en la llamada hasta que, al cabo de un largo rato, la vimos aparecer entre la nieve sangrando por diferentes partes de su cuerpo. Andaba muy despacio y había empezado a parir. Entre los dos la colocamos a cubierto en la entrada de la casa, el médico me miró y no me hicieron falta palabras, comprendí enseguida que mi amada perrita se moría.
Había parido ya dos hembras tan blancas como ella que murieron nada más nacer y al comprobar el Doctor que Linda daba sus últimas bocanadas, en un extremo esfuerzo, consiguió sacar de su vientre el perrito que le quedaba por parir. Al verlo nos quedamos petrificados, era un precioso lobezno de pelaje pardo y fue entonces cuando supe quien era el amor de mi querida Linda, pero ya sólo pude llorar al verla sin vida inmóvil en el suelo. De pronto, un ruido nos hizo volver la cabeza y las lágrimas se me helaron en la cara. En la entrada de la casa, en actitud de sumisión, con el rabo caído y las orejas gachas; la pata derecha ligeramente levantada y una mirada suplicante, se encontraba el lobo de ojos como centellas. Inconscientemente, tanto el médico como yo, nos apartamos a un lado, momento que aprovechó el hermoso animal para acercarse lentamente hasta Linda. La olisqueó, le lamió el hocico varias veces y cogiendo delicadamente entre sus fauces al pequeño lobezno, se marchó hacia el monte."
El viejo aldeano se esforzaba por mantenerse sereno aunque las lágrimas estaban a punto de brotar de sus cansados ojos. Esta vez se quitó la boina del todo, le dio varias vueltas en la mano, se rascó la calva y, con palabras entrecortadas, terminó así su historia:
"Dos días después, encontramos muerto a dentelladas por los lobos, al perro que acompañaba al extraño hombre de la capa negra y junto a él, se podían ver los restos destrozados y chamuscados de su manto, como si hubiera estado muy cerca del fuego. Este siniestro detalle convenció a los aldeanos de que aquel hombre era, en verdad, el diablo que había querido acabar con el pueblo por algún fin perverso. Y a partir de entonces, se celebraron misas y procesiones hasta que, poco a poco, todo volvió ala normalidad.
Del hombre y su perro jamás se volvió a saber nada pero en el lugar donde se encontró el cadáver del animal y la capa quemada, no volvió a crecer la hierba y cuando uno se acerca hasta allí, todavía huele a azufre y se pueden oír unas carcajadas espeluznantes que no se sabe de donde vienen.
Los lugareños han creído desde entonces que aquel lugar es la entrada del infierno y están seguros de que la aldea existirá a través de los siglos porque fue elegida para vencer al demonio en una noche de terrible ventisca".
Juan-Carlos y César estaban conmocionados con aquella historia. Miraron a sus compañeros y comprobaron que casi todos dormían plácidamente acurrucados unos contra otros, así que ellos también se metieron en sus sacos de dormir y, rápidamente, se sumieron en un profundo sueño.
Amanecía en el monte cuando empezaron a desperezarse. Sobre la tosca mesa de madera, se veía una enorme hogaza de pan tierno y unos vasos de humeante leche que los aldeanos les sirvieron como desayuno. Los muchachos lo devoraron hambrientos y se despidieron con palabras de agradecimiento de aquellos amables campesinos. Cuando bajaban hacia el valle y volvieron la vista atrás para ver la casa por última vez, aun habiendo desaparecido la tormenta por completo y lucir un brillante y cálido sol, no pudieron vislumbrar la casa, como si se hubiera ocultado tras la densa niebla que permanecía prendida en el pico más alto de la montaña.
Llegaron al pueblo cerca de la hora de la comida y encontraron un gran movimiento de gente dispuesta a buscarles creídos de que habían podido extraviarse con la ventisca y al explicarles como pasaron la noche en casa de unos campesinos, la extrañeza de los habitantes les dejó desconcertados. Según decían, la única casa que existió en aquel lugar del monte, hacía más de un siglo que había desaparecido en una noche de fuerte ventisca.
Este misterio culminó la aventura de aquella excursión para los muchachos pero a los profesores les hizo recapacitar sobre el peligro corrido e inmediatamente después de comer, emprendieron la vuelta a la ciudad.
Juan-Carlos y César llegaron a su casa entusiasmados recordando la historia en el monte y aunque les quedaba la duda de si aquella casa misteriosa era real o no, ambos coincidieron e que habían vivido una interesante aventura.
Después de abrazar a sus padres, lo primero que hicieron fue acercarse a saludar al cachorrito que seguía durmiendo hecha una bola en su caja de cartón como si el tiempo no hubiera pasado para ella.
Sus padres aprovecharon aquel momento para preguntarles curiosos:
-¿Ya habéis pensado como la vais a llamar?
Juan-Carlos y César cruzaron una mirada de complicidad y contestaron al unísono:
-Se llamará Linda.
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