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MI ENCUENTRO CON ÉL
Nunca he tomado en serio, porque la considero ridícula y sin fundamento, la idea de que antes de morir hay que volver a los lugares donde nuestra vida ha transcurrido, “para recoger nuestros pasos”; sin embargo, al cumplir los setenta años de edad regresé, después de varias décadas de haberla abandonado, a mi ciudad natal.
No había cambiado mucho, sólo me sorprendió lo angosto de las calles que yo recordaba amplias, y lo pequeño de las construcciones que en mi memoria existían como enormes casonas.
Después de recorrer diversos lugares, abordé, por un inesperado impulso y sin mucho pensarlo, un camión para transportarme hacia el pequeño rancho, que había sido de la familia y que se encontraba ubicado a veinte o veinticinco minutos -según la velocidad a la que se fuera- de la ciudad.
Bajé frente a la entrada principal, más bien la única, que daba acceso al interior, la puerta de entrada era una pesada reja de hierro, en sustitución de la de madera, armada con rústicos troncos de árbol, que yo recordaba; la alambrada que rodeaba la propiedad era más alta ahora y estaba rematada por una triple hilera de alambre de púas. En el último minuto dudé, me detuve frente a la reja y decidí no entrar ¿qué podría decir a los nuevos dueños para justificar mi deseo de visitar su predio? ¿Quiénes eran ahora esos propietarios? Empecé a caminar a lo largo de la alambrada dirigiéndome al sur, rumbo a la falda del cerro de Santa María (la distancia a recorrer no era corta, pero mi cardiólogo me había recomendado el ejercicio).
Lo acompasado de mis pasos, la tranquilidad del lugar y la relativa familiaridad del paisaje (el mismo en el que viví los primeros años de mi vida) provocaron en mi mente una incontenible ebullición de recuerdos, emociones y sentimientos. En ese rancho viví los mejores e inolvidables momentos de mi niñez; había sido, no sólo mi sitio de recreo, sino un lugar lleno de magia donde daba rienda suelta a mi fantasía para vivir épicas e impresionantes aventuras.
Subido a los árboles era yo Tarzán que, saltando de rama en rama, terminaba luchando y derrotando a feroces imaginarios gorilas frente a una gran manada de imponentes elefantes, representados por un rebaño de impasibles y bonachonas vacas que tranquilas rumiaban en los pastizales. Ahí, montado a caballo, me transformaba en El Llanero Solitario defendiendo causas nobles y desenmascarando villanos al vigoroso grito de
“¡Haaaaiii yoooouu Siiilver!” En ese lugar, trepado sobre una carreta me convertía en Flash Gordon navegando por el espacio, entre las estrellas, para ir a conquistar Marte, o la Luna, o combatir a los invasores de Mongo. Ahí mi fantasía dio vida a todos los héroes de mi predilección.
Mi imaginación, en ese lugar, nunca tuvo límites.; bueno... sólo uno.
Un arroyo que, aunque poco profundo, era lo suficientemente ancho para recordarme la prohibición de saltarlo y conquistar “el otro lado de la tierra” y hacia ese arroyo, que marcaba el límite sur de la propiedad fue hacia donde me dirigí.
Tal como lo suponía, la alambrada terminaba al llegar al arroyo, de manera que, con un pequeño esfuerzo salvé el obstáculo y me encontré dentro del predio, caminando por el borde de la pequeña corriente de agua.
Al ir avanzando, mi cautelosa curiosidad se transformó en regocijante sorpresa; todo ahí se conservaba igual, con una sorprendente exactitud, tal como permanecía en mis recuerdos; más adelante —las veía ya— había unas plantas de moras cuyos frutos me había provocado siempre cortar y saborear; pasados estos, ahí donde la corriente torcía un poco a la izquierda había un grupo de arbustos que rodeaba una pequeña explanada en la que me ocultaba para quitarme la ropa y meterme al agua para tomar un baño mientras inventaba luchas con feroces cocodrilos o sanguinarios tiburones; pegado a la orilla, con las ramas extendidas sobre la corriente, había un árbol majestuoso, sobre el cual estaba “la casa de Tarzán” (yo) y justo debajo de ella el, en mi imaginación, caudaloso río se ahondaba lo suficiente para tirarse de las ramas y zambullirse en un delicioso chapuzón; el árbol era lo suficientemente frondoso para descansar semioculto entre las ramas y soñar despierto imaginando las mil y una emocionantes aventuras en las que revivía a mis héroes favoritos.
Llegué frente al árbol, levanté la vista y ahí estaba él; descubrirlo fue una maravillosa sorpresa, estaba montado sobre una gruesa rama del árbol, con un corto calzón de baño como única vestimenta -seguramente su ropa estaba escondida entre el grupo de matorrales que rodeaban la pequeña explanada- y parecía estar a punto de tirarse al agua cuando me vio.
—Hola—lo saludé levantando la mano—,¿no estará muy fría el agua?
Me dirigió una rápida mirada, enderezó su cuerpo, giró la cabeza viendo alrededor, volvió a verme y me contestó con otras preguntas.
—¿Quién es usted? ¿Por dónde llegó?
—Soy un amigo—contesté para tranquilizarlo—hace muchos años yo venía a jugar aquí ¿cómo te llamas?
—Me llamo Alfonso ¿y tú?
Buena señal, pensé, cambió el usted por el tú, le he inspirado confianza.
—Me llamo Alfonso también—contesté y sonreí con simpatía por la coincidencia.
Y adelantándose a mi pregunta sobre sus apellidos, como si la adivinara, completó.
—López Vargas—Y repitió con énfasis—Alfonso López Vargas.
La coincidencia se tornó impresionante. Mientras intentaba digerirla, le pregunté.
—¿Estás solo?
—Si, vengo todas las tardes cuando salgo de la escuela, me gusta jugar aquí mientras mi tía revisa que los peones hayan hecho bien sus tareas, den de comer al ganado y lo encierren en los pesebres, después regresamos a caballo a la ciudad.
Una coincidencia más, pensé sorprendido.
—¿Cómo se llama tu escuela?—pregunté, sin mayor interés, sólo por seguir conversando. .
—Se llama José María Morelos, es la que está en la Calle Real, cerca de la Nevería Tere. Antes estaba en un colegio de monjas, a un lado de San Diego, pero lo cerraron por orden del Presidente Lázaro Cárdenas, mi mamá dice que Cárdenas es un malvado y que cuando se muera se va a ir derechito al infierno.
Las similitudes resultaban ahora increíbles, tuve la absurda impresión de estar frente a mí mismo cuando tenía esa edad, idea que deseché por considerarla un total disparate.
Para continuar la conversación, estuve a punto de responderle, “dile a tu mamá que más adelante tendremos gobernantes peores que el que ella ahora califica como malvado, tanto que el infierno va a ser poca cosa para ellos”, pero me detuvo la idea loca de que esta escena no era más que una fantasía y en ese caso, si ese niño era parte de un sueño mío, resultaba inútil darle información que nunca iba a utilizar o tal vez, y aquí el absurdo llegó al máximo, era yo el producto de la imaginación de aquel niño y en ese caso mis argumentos carecían de peso por proceder de un ser imaginario.
Había otra posibilidad un poco menos absurda; pero increíble también, esto podía ser una broma, ¿pero, de quién? ¿Quién y cómo podía alguien impulsar a ese niño a hablar de cosas así? ¿Quién le estaba aconsejado para que contestara de esa manera? Parecía estarme relatando mi vida lo cual carecía de lógica, y, de tratarse de una broma había que reconocer que estaba muy hábilmente urdida.
Para echarla por tierra lo único que se me ocurrió fue continuarla para así sorprender y confundir al bromista..
—Y vives, seguramente—le dije con marcada sorna— en la Calle Dr. Miguel Silva…
—Si, en el número doscientos ochenta y tres—me interrumpió— vivo con mis tíos. Mi mamá, Rita, vive a dos casas, en el número doscientos noventa y siete con mis cuatro hermanas; mi único hermano varón, Lalo, murió ya.
Me sentí anonadado, no supe si reír, mostrarme serio o fingir enojo; estaba muy incómodo y desconcertado.
—¿Qué edad tienes?—pregunté, ahora en tono severo.
—En septiembre cumplí siete años.
—O sea que naciste…—calculé—en mil novecientos noventa y siete.
—No señor—contestó sonriendo divertido—¿por qué dice eso? no soy tonto ni creo que usted lo sea, falta mucho para llegar a ese año; nací en mil novecientos veintinueve.
—No puede ser, si hubieras nacido en mil novecientos veintinueve tendrías ahora…
—Tengo que irme, señor—me interrumpió y agregó apresurado mientras bajaba del árbol y se metía entre los arbustos para seguramente ponerse la ropa— mi tía Mary debe de estarme esperando ya.
Momentos después, salió ajustándose el cinto del pantalón.
Pensé que sería violento detenerlo.
—¿Vendrás mañana?—le pregunté.
—Si, señor, como todos los días—contestó mientras se alejaba
Al día siguiente ya no regresé, sentí temor de enfrentarme a ese, para mí, incomprensible misterio, sin perder la razón; pero aún tengo la duda y me pregunto:
Al día siguiente ¿regresaría él?
Si pudiera yo regresar ¿lo volvería a encontrar?
Nunca lo sabré, algo inexplicable hace que me resista a volver.

Abril, mes del niño.

Texto agregado el 14-04-2008, y leído por 285 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
22-04-2008 Maravilloso cuento emotivo donde se entrelaza la ciencia ficción con la realidad de tal modo que no sabemos cual es cual. ***** flop
20-04-2008 Se me erizó el vello con este cuento. Magnífico. Eres un gran escritor. margarita-zamudio
15-04-2008 Me he creido la historia, por completo. La narras tan bien y dejas un final tan espléndido que infundes rotundidad y veracidad. Tienes aplomo a la hora de escribir y tu narrativa es muy buena. Enhorabuena. 5* claraluz
14-04-2008 Los mejores recuerdos son los que permanecen vivos en el presente, en representación de la infancia... éstos recuerdos se abren cada que la imaginación anhela sentir, revivir y añorar....vivencias gratas de un buen sorbo.... me gusto; y si, tu alma de niño es una gran característica del escrito... ******* con cariño... tuga
14-04-2008 Hermoso cuento. Creo que hay un momento en la vida donde los gratos recuerdos vienen a nosotros, se nos muestran para decirnos que pese a todo , fuimos felices. Feliz día a ese niño que todos llevamos dentro!!Cariños adriana73
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