Abrió los ojos y se sintió extraño. No entendía porque estaba tirado en el suelo.
Sin levantarse todavía, vio que estaba rodeado por una gran aureola de sangre. Aturdido por el miedo se levanto rápidamente y busco, con las manos temblorosas, heridas en su cuerpo. Se arranco la camisa y no encontró nada más que sangre, ya seca en su pecho. Corrió hasta el baño y se miro en el espejo. La imagen que este le devolvía era la de un hombre desbastado, con una herida abierta en la cien derecha y sangre que se había derramado por su mejilla, su cuello, y que llegaba hasta el pecho.
Sin embargo, no sentía ningún tipo de dolor. Lavo frenéticamente su cara y, llorando, volvió hasta el lugar en donde había despertado y comprendió todo. Vio la sangre, vio el arma, y vio su cuerpo tirado, un cuerpo que, en verdad, ya no era suyo, y que ya no necesitaría.